El Papa, sin dejar de insistir en la necesidad de la misericordia con los más débiles, ha hablado aún más de esa maravilla de la realidad familiar cristiana fiel a las exigencias evangélicas de amor y entrega
Hace unos días, a través de la cuenta del papa Francisco en Twitter, llegó un mensaje a los más de 22 millones de seguidores: “Queridos jóvenes, no tengan miedo del matrimonio: Cristo acompaña con su gracia a los esposos que permanecen unidos a él”.
Este mensaje se inscribe dentro de una línea reiterada en diversas ocasiones por el pontífice, especialmente en las catequesis de los miércoles: desea subrayar, si no entiendo mal, la grandeza y la belleza del matrimonio cristiano, a pesar de tantos ataques o dificultades reales. En buena medida, se consigue mediante la apertura de los esposos a la gracia sacramental, que los sostiene y alienta en cualquier circunstancia. En el fondo, como recordaba expresamente a comienzos de mayo, es un gran acto de fe y de amor, que “testimonia el coraje de creer en la belleza del acto creador de Dios y de vivir aquel amor que empuja a seguir adelante siempre más allá”.
Mi impresión, ante el próximo sínodo de obispos sobre la familia, es que no cesan de repetirse fenómenos que recuerdan los tiempos del Concilio Vaticano II, con informaciones demasiado interesadas por parte de grupos de presión o personas deseosas de cambios en la doctrina y en la moral. Han reaparecido estereotipos caducos, como conservador-progresista. Y algunos nuevos, como el enfrentamiento entre África y Germania.
En octubre pasado el papa se vio en cierto modo obligado a llamar la atención en un discurso final no programado por la secretaría del Sínodo. El pontífice reconocía que se habían manifestado puntos de vista que negaban verdades de la doctrina de la Iglesia. Pero con el contrapunto de que ninguna intervención había puesto en tela de juicio las verdades fundamentales del sacramento del matrimonio: la indisolubilidad, la unidad, la fidelidad y la apertura a la vida. Quizá desde entonces, y sin dejar de insistir en la necesidad de la misericordia con los más débiles, ha hablado aún más de esa maravilla de la realidad familiar cristiana fiel a las exigencias evangélicas de amor y entrega.
En el fondo, si no se abordan los problemas desde su raíz, existe el riesgo de enredarse con cuestiones pragmáticas y con casuísticas morales. Salvo error por mi parte, no es esa la mente del papa Francisco, que intenta superar posibles moralismos más o menos estériles en tiempos de ostensibles retos apostólicos para los creyentes.
A mi entender, una de las claves de nuestro tiempo está en el objetivo marcado por Gaudium et Spes 30: superar la ética individualista. Esa Constitución se aprobó años antes del mayo del 68, pero reflejaba una lucidez inseparable de la asistencia del Espíritu. Ante el reto de esa ética egoísta, se imponía acentuar la dignidad del matrimonio y de la familia. Los padres conciliares señalaban con rigor que “un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a que han dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos, la verdadera naturaleza de tal institución”.
No podía ser de otro modo en una asamblea ecuménica que expresó solemnemente la llamada universal a la santidad de los fieles. En la única constitución dogmática del Concilio, Lumen gentium 34, se lee que todas las obras de los fieles, también la vida conyugal y familiar, si se realizan en el Espíritu, “se convierten en ‘hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo’ (1P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre”. La vocación a la plenitud de vida cristiana resulta inseparable del afán apostólico, incoado en el testimonio de la propia existencia: “los cónyuges tienen su propia vocación para que ellos, entre sí, y sus hijos, sean testigos de la fe y del amor de Cristo” (LG 35).
Amor generoso frente a individualismo: criterio esencial de la familia cristiana, única comunidad donde −como proclamaba con fuerza Juan Pablo II− el ser humano es valorado por lo que no es, no por lo que tiene. Otro gran criterio, que dejo para una próxima columna.