No se solucionan los problemas ecológicos solamente con leyes, técnicas y cálculos financieros; son necesarias la completa conversión personal y mucha educación, conducentes a un estilo de vida muy diferente, el de la “sobriedad liberadora”
La reciente encíclica del Papa Francisco ha gozado de una inmediata popularidad, incluso por parte de los receptores críticos, como algunos capitalistas puros de USA que piensan en un irreal deterioro del planeta porque les compensa económicamente esa reflexión egoísta de mirar al dinero antes que a la tierra, que debemos cuidar. El Papa dibuja dramáticamente el estado del planeta en el capítulo I, en el que escribe sobre los serios problemas ecológicos que deterioran gravemente nuestra casa común: contaminación y cambio climático, la cuestión del agua, pérdida de la biodiversidad, deterioro de la calidad de vida, la cultura del descarte y la inequidad planetaria. Pero va más lejos, hasta que tomemos dolorosa conciencia de lo que sucede y participemos en su mejora.
Ese sólo enunciado ya sería suficiente para estar atentos a unas palabras dirigidas a la entera humanidad porque a todos afecta. Pero yo pensaba dirigirme al sustrato del escrito papal, a algo que está siendo ignorado, con deliberación o sin ella, cuando se habla o se escribe sirviendo sencillamente un titular llamativo, por ejemplo: El Papa culpa a los poderosos. En cierta manera es verdad, pero no reside ahí el meollo del mensaje papal. Por ejemplo, citando a Benedicto XVI, escribe que “el libro de la naturaleza es uno e indivisible”, e incluye el ambiente, la vida, la sexualidad, la familia, las relaciones sociales, etc. Pero quizá las siguientes líneas expresen algo más:
“¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?” Este interrogante está en el centro de la Laudato si’. “Esta pregunta −continúa el Papa− no afecta solo al ambiente de manera aislada” y nos conduce a interrogarnos sobre el sentido de la existencia y de la vida social: “¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra?”: “Si no nos planteamos estas preguntas de fondo −dice el Pontífice−, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan obtener resultados importantes”. Es bien claro: sin esas cuestiones fundamentales, no entenderemos a fondo el escrito.
No hemos visto esa cuestión muy reflejada en los medios. Ni tampoco lo que indica en el capítulo II, por ejemplo: Para afrontar la problemática ilustrada en el capítulo anterior, el Papa Francisco relee los relatos de la Biblia, ofrece una visión general que proviene de la tradición judeo-cristiana y articula la «tremenda responsabilidad» del ser humano respecto a la creación, el lazo íntimo que existe entre todas las creaturas, y el hecho de que «el ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos». En la Biblia, «el Dios que libera y salva es el mismo que ha creado el universo», y «en él se conjugan amor y poder». El relato de la creación es central para reflexionar sobre la relación entre el ser humano y las demás creaturas, y sobre cómo el pecado rompe el equilibrio de toda la creación en su conjunto. «Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado».
Relación del hombre con Dios, con el prójimo y con la tierra, derivada de la creación, lo que evita a cada uno la mutación a una postura autorreferencial, centrada en sí mismo y en el propio poder. Impediría lo que ha denominado Francisco “la cultura del descarte”. La ecología integral que el Papa solicita no es sólo el fácil recurso de dirigirse a los políticos y a los poderosos. Eso lo hace Francisco de modo fuerte y dramático porque es imprescindible. Pero las relaciones con Dios, con los humanos y con la tierra no son propiedad de acaudalados ni de gobernantes. ¡Faltaría más! Esto es como el honor, que siempre ha sido considerado un precioso patrimonio personal. Por tanto, no se solucionan los problemas ecológicos solamente con leyes, técnicas y cálculos financieros. Son necesarias la completa conversión personal y mucha educación, conducentes a un estilo de vida muy diferente, el de la “sobriedad liberadora”.
No quiero finalizar sin hacer una referencia al trabajo, tema tratado con singular acierto, al que siempre miro con especial interés porque soy heredero espiritual de San Josemaría Escrivá, predicador incansable de la dignificación de todo trabajo honrado porque todos son santificables. Francisco escribe:En cualquier planteo sobre una ecología integral, que no excluya al ser humano, es indispensable incorporar el valor del trabajo, tan sabiamente desarrollado por san Juan Pablo II en su encíclica ‘Laborem exercens’.En realidad −escribe el Papa−, la intervención humana que procura el prudente desarrollo de lo creado es la forma más adecuada de cuidarlo, porque implica situarse como instrumento de Dios para ayudar a brotar las potencialidades que él mismo colocó en las cosas: «Dios puso en la tierra medicinas y el hombre prudente no las desprecia».