No pretendamos querer re-construir nuestra naturaleza, a nuestra imagen y semejanza, que no sabríamos, de otro lado, qué imagen y qué semejanza pudiera ser
La reciente encíclica del Papa Francisco tendrá, sin duda alguna, muchas lecturas, y no pocas interpretaciones. Y se analizará con detalle el contenido de los seis capítulos que la componen, además de discutirse el contenido del n. 16, que dice así:
«Si bien cada capítulo posee su temática propia y una metodología específica, a su vez retoma desde una nueva óptica cuestiones importantes abordadas en los capítulos anteriores. Esto ocurre especialmente con algunos ejes que atraviesan toda la encíclica. Por ejemplo: la íntima relación entre los pobres y la fragilidad el planeta; la convicción de que en el mundo todo está conectado; la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología; la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso; el valor propio de cada criatura; el sentido humano de la economía; la necesidad de debates sinceros y honestos; la grave responsabilidad de la política internacional y local; la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida. Estos temas no se cierran ni abandonan, sino que son constantemente replanteados y enriquecidos».
En este primer artículo me quiero limitar a subrayar la música de fondo que, a mis oídos, da tono a todo el texto: el canto de San Francisco a Dios Padre y Creador. Y en el canto, el anhelo de dar gracias a Dios “por la hermana agua, por el hermano sol, por la hermana luna, por el hermano lobo…”. Al final, el canto se convierte en contemplación ante el amoroso Dios Creador.
Francisco une su voz a la del santo de Asís, y a las palabras de sus inmediatos predecesores en la sede de Pedro, y ensalza la creación.
«San Juan Pablo II recordó que el amor especialísimo que el Creador tiene por cada ser humano le confiere una dignidad infinita. Quienes se empeñan en la defensa de la dignidad de las personas pueden encontrar en la fe cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso. ¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: “Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía” (Jr 1, 5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso “Cada uno de nosotros el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario” (Benedicto XVI)» (n. 65).
Para cuidar de esta creación, el hombre tiene que ser consciente de que está tratando con algo que no le pertenece del todo; que está, sí, a su disposición y para su bien, y que precisamente porque esa es su finalidad, ha de respetar según los criterios y el corazón del Creador.
Esta es la invitación que nos hace el Papa, para que «después de un tiempo de confianza irracional en el progreso y en la capacidad humana» formemos esa «parte de la sociedad que está entrando en una etapa de mayor conciencia» (n. 19).
Esa mayor conciencia para respetar y amar la creación, exige dirigirnos a Dios como Creador y Padre:
«No podemos sostener una espiritualidad que olvide al Dios todopoderoso y creador. De este modo, terminaríamos adorando otros poderes del mundo, o nos colocaríamos en el lugar del Señor, hasta pretender pisotear la realidad creada por Él sin conocer límites. La mejor manera de poner en su lugar el ser humano, y de acabar con su pretensión de ser un dominador absoluto de la tierra, es volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo, porque de otro modo el ser humano tenderá siempre a querer imponer a la realidad sus propias leyes e intereses» (n. 75).
Sólo así, viendo a Dios Creador y Padre, descubriremos la realidad y el sentido de toda la creación; y no pretenderemos querer re-construir nuestra naturaleza, a nuestra imagen y semejanza, que no sabríamos, de otro lado, qué imagen y qué semejanza pudiera ser. “Sin el Creador, la criatura se desvanece”.
«Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad −por poner sólo algunos ejemplos−, difícilmente se escucharán los gritos de la misma naturaleza. Todo está conectado. Si el ser humano se declara autónomo de la realidad y se constituye en dominador absoluto, la misma base de su existencia se desmorona» (n. 117).
En la oración final que cierra el texto de la encíclica, Francisco reza así:
«Dios de amor, muéstranos nuestro lugar en este mundo como instrumentos de tu cariño por todos los seres de esta tierra, porque ninguno de ellos está olvidado ante ti».
Con esta perspectiva ya podremos adentrarnos en el corazón de la encíclica Laudato si’.
Ernesto Juliá Díaz, en religionconfidencial.com.
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