El Papa Francisco nos recordaba recientemente la ‘fórmula mágica’ que debe orientar la relación matrimonial
El Papa Francisco enseña que las palabras ‘permiso’, ‘gracias’ y ‘perdón’ resultan más fáciles de decir que de poner en la práctica, pero son absolutamente necesarias. Son palabras vinculadas a la buena educación, en su sentido genuino de respeto y deseo del bien, lejos de cualquier hipocresía y doblez.
"El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía también", dice San Josemaría y recomienda a los conyugues tratar de conquistarse cada día para que el matrimonio conserve la ilusión de los comienzos.
«La palabra permiso nos recuerda que debemos ser delicados, respetuosos y pacientes con los demás, incluso con los que nos une una fuerte intimidad. Como Jesús, nuestra actitud debe ser la de quien está a la puerta y llama» (Francisco, Audiencia general 13 mayo 2015).
«El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza» (Conversaciones, 105)
«Los esposos no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia» (Es Cristo que pasa, 25).
«Los matrimonios tienen gracia de estado −la gracia del sacramento− para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura −por un motivo humano y sobrenatural a la vez− las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta» (Conversaciones, 108)
«Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida» (Es Cristo que pasa, 22).
«La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria» (Es Cristo que pasa, 23).
«Amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia» (Surco, 797).
«El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantes que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz» (Conversaciones, 91).
«Que cuidéis con cariño de vuestros hijos, dándoles ese buen ejemplo de vuestra unión de vuestro afecto, de vuestra comprensión mutua, para que ellos no recuerden nunca haber visto u oído reñir a sus padres. Y dirán de vosotros, maravillas siempre. Seréis bendecidos mil veces. Este es el modo de formar a los hijos: amándose de verdad el marido y la mujer, en todo: en lo agradable y en lo desagradable» (San Josemaría. Notas de una reunión familiar, Perú, 25 de julio de 1974).
«Dar las gracias, segunda palabra. La dignidad de las personas y la justicia social pasan por una educación a la gratitud. Una virtud, que para el creyente, nace del corazón mismo de su fe» (Francisco, Audiencia general 13 Mayo 2015).
«¡Si el amor humano es un regalo que os da Dios! ¿No le agradecéis ese amor?, ¡agradecedlo!, el cariño de vuestros maridos, agradecedlo. Y ellos agradecen vuestra delicadeza y vuestra correspondencia» (San Josemaría, Notas de una reunión familiar, Argentina 21 de junio de 1974).
«Para que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que decir al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía también» (Conversaciones, 107).
«Quiere mucho a tu mujer. Es la más guapa de todas. Te la ha destinado el Señor desde la eternidad» (San Josemaría. Notas de una reunión familiar, Argentina 21 de junio de 1974).
«Agradece a tus padres el hecho de que te hayan dado la vida, para poder ser hijo de Dios. −Y sé más agradecido, si el primer germen de la fe, de la piedad, de tu camino de cristiano, o de tu vocación, lo han puesto ellos en tu alma» (Forja, 19).
«No te quejes nunca por los hijos. Recíbelos como lo que son, una prueba de confianza del Señor, que os manda esas criaturas para hacer de vuestra casa un cielo» (San Josemaría. Notas de una reunión familiar, Perú, 25 de julio de 1974).
«Perdón, tercera palabra, es el mejor remedio para impedir que nuestra convivencia se agriete y llegue a romperse. Esposos, si algún día discuten y se pelean no terminen nunca el día sin reconciliarse, sin hacer la paz» (Francisco, Audiencia general 13 mayo 2015).
«A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa. En una palabra, que marido y mujer vivan queriéndose el uno al otro, y queriendo a sus hijos, porque así quieren a Dios» (Conversaciones, 108).
«Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño» (Conversaciones, 108).
«Es preciso aprender a callar, a esperar y a decir las cosas de modo positivo, optimista. Cuando él se enfada, es el momento de que ella sea especialmente paciente, hasta que llegue otra vez la serenidad; y al revés. Si hay cariño sincero y preocupación por aumentarlo, es muy difícil que los dos se dejen dominar por el mal humor a la misma hora...» (Conversaciones, 108).
«Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde −a solas− reñid, que ya haréis en seguida las paces» (Es Cristo que pasa, 26).
«Perdonar. ¡Perdonar con toda el alma y sin resquicio de rencor! Actitud siempre grande y fecunda. −Ese fue el gesto de Cristo al ser enclavado en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”, y de ahí vino tu salvación y la mía» (Surco, 805).
«Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias... Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero −hecho de sacrificio− y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño problema y su solución más delicada» (Conversaciones, 101).
«Te quejas de que no es comprensivo... −Yo tengo la certeza de que hace lo posible por entenderte. Pero tú, ¿cuándo te esforzarás un poquito por comprenderle?» (Surco, 759).
«Se han desatado las lenguas y has sufrido desaires que te han herido más porque no los esperabas. Tu reacción sobrenatural debe ser perdonar −y aun pedir perdón−» (Camino, 689
«Decía −sin humildad de garabato− aquel amigo nuestro: “no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer”» (Surco, 804).
«No devolver mal por mal, renunciar a la venganza, perdonar sin rencor. Jesucristo quiso enseñar a sus discípulos −a ti y a mí− una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros» (Amigos de Dios, 225).
«Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad» (Amigos de Dios, 77).
«Serenos porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida. Serenos, aunque sólo fuese para poder actuar con inteligencia: quien conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar los pros y los contras, de examinar juiciosamente los resultados de las acciones previstas. Y después, sosegadamente, interviene con decisión» (Amigos de Dios, 79).
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