¿Qué derecho tiene la sociedad de los sanos a decidir qué vida es digna de ser vivida?
El tema no sería estrictamente religioso si no fuera por la insistencia machacona del papa Francisco en defensa de las personas más débiles, frente a la cultura −la sociedad− del descarte. En todo caso, tiene una carga ética de tal calibre, que vale la pena esbozar algunas consideraciones.
Sintéticamente, el Tribunal europeo de derechos humanos tenía que dilucidar si era conforme o no a la convención la suspensión de la alimentación artificial de Vicent Lambert, tras la autorización del Consejo de Estado francés. La importancia de la decisión era muy grande, pues aumenta numéricamente esa desgracia humana, sobre todo, como consecuencia de accidentes de tráfico. Y hacen falta convicciones profundas y mucha capacidad de resistencia para atender a quien apenas se comunica con las personas más próximas, en línea de afecto antes que de racionalidad. Tengo bien cercano el ejemplo de Miguel, desahuciado en el hospital tras un gravísimo accidente, en diciembre de 1990: desde entonces, no ha cesado el cariño de padres, hermanos y amigos, que tienen conciencia de su gratitud sin palabras ni apenas gestos faciales.
El Tribunal de Estrasburgo ha decretado la conformidad con la convención europea de derechos humanos de la suspensión del tratamiento que mantiene en vida a Lambert. No se trata −afirman los juzgadores− de una legalización de la eutanasia, ni del establecimiento de un criterio general aplicable a los millones de ciudadanos de los 47 países del Consejo de Europa. Sería sólo el reconocimiento, en un caso complejo, de un “margen de apreciación de cada Estado” sobre las exigencias jurídicas conectadas con el fin de la vida humana.
La ley Leonetti de 2005 −en proceso de actualización en estos momentos− estableció un sistema para la resolución de los problemas, tan ponderado que debió de ser una de las pocas normas legales de los últimos tiempos que alcanzó unanimidad en los sucesivos debates parlamentarios. Contraria al llamado encarnizamiento terapéutico, seguía considerando ilícito provocar deliberadamente la muerte de un paciente terminal. Pero abría el camino a la aceptación de los deseos de morir del enfermo, con el derecho a rechazar tratamientos médicos onerosos.
Estrasburgo tenía ahora que calibrar la aplicación de dos principios de la Convención que podían entrar en conflicto: el derecho de toda persona a la vida (artículo 2º), y el respeto de la vida privada y familiar (artículo 8º), que incluiría el derecho de cada uno a dirigir sin trabas su propia existencia: desde 2002, el Tribunal reconoció el derecho a rehusar tratamientos médicos extraordinarios, aun a riesgo de la muerte, si una ley nacional lo permite. No es fácil dilucidar esa voluntad del paciente, a falta de una disposición escrita, a modo de “testamento vital”. De otra parte, para muchos no es justo considerar la alimentación e hidratación artificial como “tratamiento médico”; al contrario, salvo que se aplique la sedación terminal, sería tanto como dejar morir de hambre y ser al enfermo. Pero, para la última sentencia, lo importante es la dignidad y la libertad de la persona: el Estado puede regular todo, siempre que no limite la voluntad del paciente.
Por eso, y no sólo por el reconocimiento de la ley que promovió en 2005, Jean Leonetti, valora con prudencia la sentencia europea. En el fondo, intenta conciliar el derecho objetivo a la vida −que afirma claramente− con el valor de la subjetividad: “la prioridad es que cada uno redacte directrices anticipadas y designe una persona de confianza”. La falta de esos elementos subjetivos explicaría el affaire Lambert.
Pero conceder la primacía a la subjetividad configura un plano inclinado de incalculables consecuencias: difícilmente pervivirá una sociedad que haga de la vida y de la muerte un asunto “privado”. Al cabo, como señala la conocida asociación italiana Scienza & Vita, “¿qué derecho tiene la sociedad de los sanos a decidir qué vida es digna de ser vivida?”