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Ese tipo de problema debería ser afrontado con mayor profesionalidad. Pero los insultos afectan a la dignidad humana, y merecen una mejor batalla. Desde luego, no aceptaré una calumnia o una injuria ni siquiera cuando el comunicante haga la afirmación como lamentándose: viejo y cínico medio de difundir las ‘dicerías’.
Me apena el incremento de insultos en los medios de comunicación durante las últimas semanas: antes ya de la campaña electoral catalana. He decidido ir “ocultando” en mis entradas deFacebook a cualquiera que use o se haga eco de palabras injuriosas. Lo hice hace poco para uno que atacaba inmoderadamente a un miembro destacado del Gobierno. Y, poco después, a otra persona que se despachaba inmisericorde con un líder político que no acepta el concepto de “matrimonio homosexual”.
Como si todos tuviéramos que pensar lo mismo. Justo estos días la Corte de Casación francesa, más o menos equivalente a nuestro Tribunal Supremo, acaba de dirigirse al Consejo Constitucional —tiene la enorme diferencia con el TC español de que resuelve los asuntos en pocas semanas , sobre esa delicada materia que, en su día, no aceptó el partido socialista francés. En cohabitación con Jacques Chirac, si la memoria no me falla, Lionel Jospin creó el pacto civil de solidaridad (pacs), que permitía un reconocimiento jurídico de las parejas unisexuales sin necesidad de reformar el Código civil (el mítico Código de Napoleón).
Tiene mucha lógica jurídica, porque el pacs no es un matrimonio, aunque, al cumplirse diez años de la ley francesa, el 94% de los “pacsados” —el verbo ha entrado plenamente en el lenguaje coloquial fueron parejas heterosexuales: el pacs se parece a un matrimonio débil, con casi todos los derechos y sin apenas compromisos, como corresponde a la mentalidad postmoderna. Jurídicamente, no es un matrimonio, como la permuta no se confunde con la compraventa, ni fuera del derecho un puente es un acueducto, menos aún para quien ha nacido en Segovia.
Pero los insultos no suelen ser racionales. Proceden de los diversos apasionamientos, que tanto pueden ser machistas como feministas, homófobos o gays, o simplemente partidistas, que niegan el pan y la sal al “enemigo” político, aunque nada sepan de Carl Schmitt.
Muchas veces proceden de un calentón momentáneo. El propio interesado se da cuenta y pide excusas, que suelen aceptarse, como camino adecuado de convivencia. Pero, cuando no existe esa petición de perdón, sino empecinamiento o silencio, sólo cabe aplicar la tópica tolerancia cero con el injuriador.
Por eso lamento que el vigente Catecismo de la Iglesia Católica haya prescindido en su actual redacción de unos comentarios muy sabios del que promulgó san Pío V, tiempo después del Concilio de Trento. No se contribuye así a mejorar un déficit endémico, a mi entender, en la formación católica: las exigencias del octavo mandamiento del decálogo.
Ciertamente, el actual CEC recoge lo más saliente, pero no incluye la obligación moral de no escuchar la maledicencia, que trataba con cierto detenimiento el Catecismo Romano, 481-482: «los que dan oídos a los que hablan mal, o los que siembran discordias entre los amigos, son detractores. / Y no están excluidos del número y de la culpa de semejantes hombres los que, dando oídos a los que deprimen e infaman, no reprenden a los detractores, antes bien con gusto asienten con ellos. Pues como afirman San Jerónimo y San Bernardo, es difícil saber quién es más perjudicial: el que infama o el que oye al infamante; porque no habría quien infamase, si no hubiera quien oyese a los que quitan la fama». Y los redactores continuaban describiendo una plaga que dista de haber desaparecido: la de los chismosos y correveidiles. Sin duda, las nuevas tecnologías informáticas facilitan su difusión, sin que sea nada fácil evitarlo, tampoco con el recurso al derecho.
El Catecismo Romano empleaba un argumento moral sólido, derivado del respeto de la buena fama que merece toda persona por el sólo hecho de serlo. Nada tiene que ver con el argumento liberal usado a veces contra la tele-basura, que recuerda la conocida frase de Adam Smith: «No es la multitud de cervecerías lo que motiva una predisposición general a la embriaguez en la gente del pueblo, sino que, por el contrario, es esa predisposición, procedente de otras causas, la que produce la abundancia de tabernas».
La dinámica de la opinión pública no está exenta de tics ni de trucos, como tampoco de obsesiones. Basta ver lo que destacan los despachos de una agencia como France Pressdel largo resumen que publica L’Osservatore Romano del nuevo libro de conversaciones con Benedicto XVI que aparece esta semana. Se da una importancia infinita a algo marginal. Y le siguen todos los medios…
Ese tipo de problema debería ser afrontado con mayor profesionalidad. Pero los insultos afectan a la dignidad humana, y merecen una mejor batalla. Desde luego, no aceptaré una calumnia o una injuria ni siquiera cuando el comunicante haga la afirmación como lamentándose: viejo y cínico medio de difundir las dicerías.
Con su proverbial capacidad de síntesis, san Josemaría Escrivá lo describió acertadamente en este aforismo: «Para ti, que me has asegurado que quieres tener una conciencia recta: no olvides que recoger una calumnia, sin impugnarla, es convertirse en colector de basura» (Surco, 589).