¿Puede una sociedad masificada ser sabia? Ésa es la cuestión
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El éxito mediático de Belén Esteban con el destripamiento obsceno de su intimidad ante las cámaras enciende las alarmas de cualquier persona con dos dedos de frente. Su reconocimiento con el pomposo título de 'princesa del pueblo' y el dato de que si se presentara a unas elecciones se convertiría en la tercera fuerza política del país resulta escalofriante.
Lo peor de todo, sin embargo, es que este personaje es sólo un episodio más en el lamentable circo televisivo al que las audiencias se siguen enganchando semana tras semana, día tras día, a despecho del escándalo generalizado.
Pero la cuestión no es sólo la Esteban y la degradación televisiva de una sociedad 'espectacular' que, por su mal gusto, parece retrotraernos al circo romano, sus gladiadores y demás. El asunto es que tanta obscenidad televisiva representa mucho más que el estragado gusto en los espectadores, lo que tampoco carece de importancia.
Lo peor desde un punto de vista social es que lo que está ocurriendo con la televisión muestra con palmaria claridad que los ciudadanos no estamos en condiciones de ejercer nuestra responsabilidad pública, por modesta que ésta pudiera ser.
Como han señalado ya muchos pensadores, los derroteros por los que discurre la televisión representa una amenaza para la democracia. Y lo es porque nos avisa de que una sociedad que consume vorazmente tanta estupidez se encuentra muy lejos del sueño de la Ilustración.
El éxito de la basura televisiva corre parejo con una política también de circo, en el que las propuestas políticas y los debates importantes se ven constreñidos a seguir las pautas de la comunicación de masas a través de los acertadamente denominados 'mass media'.
Los mensajes no están pensados para discusiones de alto voltaje intelectual. En una caótica jungla de información, de datos y de mensajes en prensa, radio, televisión, internet, sms, etcétera, las propuestas políticas, así como las ideas y los valores, se ven obligados a adelgazar su espesura conceptual, a convertirse en imágenes felices y en eslóganes que compiten entre sí para hacerse con el corazón (más que con la cabeza) de un sujeto que tiene más de aburrido consumidor de entretenimiento que de ciudadano.
Los teóricos clásicos de la democracia consideraban posible el gobierno del pueblo por sí mismo porque confiaban en que una debida "ilustración", así como una opinión bien informada, haría a los individuos capaces de elegir en cada caso lo mejor.
Distintos indicadores nos llevan a ser pesimistas a este respecto. A pesar de disponer como nunca de posibilidades insospechadas de información y de poder acceder 'on-line' a los acontecimientos y a las noticias, no debemos ser muy optimistas respecto a lo informados que estamos de los asuntos.
Hace escasos meses, un sondeo desvelaba que el 18% de los estadounidenses pensaba que Obama era musulmán y sólo el 34% sabía que pertenecía a una confesión cristiana. Se trata tan sólo de un botón de muestra de cómo la información disponible no garantiza en absoluto una sociedad informada.
No sólo no estamos bien informados, sino que nuestras percepciones sobre los grupos sociales, colectivos, nacionalidades, culturas, creencias religiosas, etcétera, se encuentran llenos de estereotipos que ponen de relieve un inmenso desconocimiento de los que son de otra manera, tienen otra procedencia o piensan distinto a lo que nosotros pensamos.
Este mundo globalizado, hiper-comunicado e hiper-informado está habitado por 'otros' a los que desconocemos por completo. Para rematar el dibujo, hay que añadir que la construcción de nuestra escala de valores no es ajena a los mecanismos del 'marketing'.
Da toda la impresión de que el sueño de la ilustración no se ha cumplido y que más bien hay que pensar que nuestra sociedad es una sociedad "post-ilustrada" que ha cristalizado en una cultura divertida y ávida de entretenimiento, en la que el conocimiento y la razón continúan siendo marginales.
En realidad, quizá el problema sea precisamente ése: que la ilustración se concibió como una obra colosal de acopio de conocimientos científicos, y lo que en realidad hacía falta era sabiduría. Quizá se trató de un proyecto mal ideado.
Quizá sea más importante ser sabios que ilustrados; lo que tal vez merezca de verdad la pena sea, más que atiborrarnos de noticias y de divulgación científica, cultivar el gusto por la belleza, estar atentos al sentido de las cosas y saber tratar con humanidad a los demás. Pero, ¿puede una sociedad masificada ser sabia? Ésa es la cuestión.
Francisco de Borja Santamaría. Profesor de Filosofía