Los primeros cristianos deseaban hacerse todo para todos, sin acepción de personas
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Lejos de mí cualquier propósito de juzgar a otros creyentes, y menos aún a quienes gozan de la potestad de orden. Acabo de leer una vez más a san Pablo en la 1ª a los Corintios: mi juez es el Señor (4, 4). Pero, ante tantas noticias sobre la diócesis de San Sebastián, no puedo por menos de añorar el universalismo de los primeros cristianos, quizá también porque últimamente he dedicado ratos a repasar el volumen que la BAC dedicó a los Padres apostólicos.
La cultura postmoderna ofrece muchas contradicciones, reales o aparentes. Entre tantas, surge el rebrotar de los nacionalismos ante la creciente mundialización, que no es sólo económica. Basta pensar en la universalidad cinematográfica, de la que, por cierto, Donosti es la más importante plaza de la península, con su famoso festival de septiembre. Se ven en casi todo el planeta a la vez las grandes producciones, con su influencia en las costumbres. Resultan comprensibles rebeldías locales, frente a lo que podría sentirse como colonización cultural.
Pero no es en modo alguno el caso de la Iglesia católica universal, especialmente después del Concilio Vaticano II. Basta pensar en la incorporación a la liturgia de las lenguas vernáculas y de tantas y tan diversas tradiciones locales, sin perjuicio de la unidad básica de las plegarias eucarísticas. Ni tampoco del uso discrecional del latín: no es ésta una concesión reciente de Roma a los tradicionalistas, pues la edición típica del Missale Romanum de Pablo VI estaba redactada en la que fue durante siglos lengua común de Europa.
De la universalidad se escribe con palabras vibrantes en el Discurso a Diogneto, uno de los textos más bellos del siglo II. Según hipótesis bien fundadas, el autor habría sido Cuadrato, obispo de Atenas, y el destinatario, el emperador Adriano. Emociona al cabo del tiempo leer que se cuenta a sí mismo entre aquellos para quienes toda tierra extranjera es para ellos patria, y toda patria, tierra extranjera (V, 5).
En otros términos, la idea aparece en el llamado Apéndice a San Policarpo, dirigiéndose a los esmirniotas: Hombres que habitáis esta bellísima ciudad, escuchadme a mí, forastero y peregrino, para quien toda ciudad es extraña por causa de nuestra celeste ciudadanía, y todo el mundo ciudad, por el de Dios que todo lo ha creado (XXX, 4).
Se comprende el rechazo de Cuadrato a cualquier violencia, porque no está la felicidad en dominar tiránicamente sobre nuestro prójimo, ni en querer estar por encima de los más débiles, ni en enriquecerse y violentar a los necesitados. No es ahí donde puede nadie imitar a Dios, sino que todo eso es ajeno a su magnificencia (Discurso a Diogneto, X, 5). La razón es profundamente teológica: el Padre envió al Verbo para persuadir, no para violentar, pues en Dios no se da la violencia. Le envió para llamar, no para castigar; le envió en fin, para amar, no para juzgar (VII, 4).
Las lecciones de Jesucristo y las amplias glosas de Pablo habían sido asimiladas por los primeros cristianos, que deseaban hacerse todo para todos, sin acepción de personas, como escribió también en la 1ª a los Corintios: era libre y se hizo siervo; judío con los judíos; débil con los débiles (9, 19 ss). Según confía a los de Roma, se siente deudor de griegos y bárbaros, de sabios e ignorantes (1, 14). Él, Saulo, que esgrime su condición nativa de romano ante el tribuno que había conseguido la ciudadanía por una gran suma (Hechos, 22, 28).
Sólo queda la esperanza: porque, con palabras de la Carta de Bernabé, somos hijos de la alegría.