Otros justos no tardarán en ser perseguidos como delincuentes
ABC
¿Qué ocurre cuando la ley se disocia del sentido de la justicia? Ocurre que los justos se convierten en delincuentes; y que son perseguidos como tales. Así la célebre sentencia summum ius, summa iniuria alcanza una nueva significación que el genio latino ni siquiera pudo vislumbrar; pues ya no se trata de que el rigor ciego de la ley, olvidándose de las especiales circunstancias en que debe ser aplicada, acarree una injusticia, sino de que la propia ley consagre y ampare la injusticia.
Este deslizamiento fatal de la ley es la perversión máxima del Derecho; y, en puridad, su destrucción definitiva, pues la ley desligada de la justicia se convierte en una formidable máquina de iniquidad cuyos engranajes no tardan en triturar a quienes se empeñan en guiarse por un sentido natural de la justicia.
Así le ha ocurrido al juez Ferrín Calamita, que entendió que el sentido justo de la institución jurídica de la adopción no es otro que restablecer, en interés del menor, los vínculos de filiación allá donde tales vínculos han sido funestamente destruidos. Pero la ley ha decidido colocar el interés del menor en posición subalterna frente al interés de los adoptantes, que así pueden esgrimir un injusto «derecho a la adopción».
La filiación completa de cualquier individuo se determina mediante el establecimiento de una paternidad y una maternidad; y el sentido de la adopción no es otro que restituir tal filiación, cuando por causas naturales sobrevenidas (fallecimiento de los progenitores) o por razones de cualquier otra índole (abandono o incapacidad para ejercer la patria potestad), tales vínculos han quedado rotos.
Ahora la institución jurídica de la adopción ha sido tergiversada mediante ley, para supeditar el interés del menor al interés de los adoptantes; y así su finalidad justa el restablecimiento de la filiación ha sido sustituida por una finalidad legal injusta, que consiste en atribuir un inexistente y egoísta «derecho a la adopción» a quienes, por razones naturales evidentes, no pueden completar la filiación del menor.
Al intentar atender al interés del menor, el juez Ferrín se ha dado de bruces con la ley, que consagra y ampara la injusticia; y cínicamente ha sido condenado por prevaricar, esto es, por «cometer a sabiendas una grave injusticia». Aquí vienen como de molde aquellas palabras de Isaías: «¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!». Que en esto consiste amparar con la ley la injusticia.
Ante el caso del juez Ferrín podemos quedarnos cruzados de brazos, como el personaje de aquel poema de Martin Niemöller, tantas veces atribuido erróneamente a Bertold Brecht: «Primero vinieron a llevarse a los comunistas, / pero yo guardé silencio, / porque no era comunista».
Pero otros justos no tardarán en ser perseguidos como delincuentes: les ocurrirá ya les está ocurriendo a los jueces que se atrevan a cuestionar una ley que ampara denuncias falsas; les ocurrirá, más temprano que tarde, a los médicos que se nieguen a perpetrar abortos; les ocurrirá a las universidades que se nieguen a enseñar cómo se perpetran; nos ocurrirá a quienes desde una tribuna periodística nos atrevamos a señalar estos deslizamientos fatales de la ley. Y lo que es peor: todos estos justos perseguidos aparecerán ante los ojos de la multitud como delincuentes.
Como ocurre siempre que nos quedamos cruzados de brazos ante la injusticia, las personas justas acaban resultando incómodas, enojosas, intolerablemente aflictivas, porque su sentido natural de la justicia nos recuerda nuestra cobardía, nuestra falta de coraje moral, nuestra connivencia con la injusticia; y, cada vez que una persona justa es perseguida y calificada de delincuente, respiramos con alivio. Cuando vengan a buscarnos a nosotros, ya no quedará nadie que pueda protestar ante la injusticia.