Una indicación precisa de la actitud cristiana: lo que vence no es el poder ni la eficacia del activismo. Es el amor
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El niño Jesús fue resucitado en el corazón de muchos, que le habían olvidado, y se marcó profundamente en su memoria amorosa. Son las palabras de Tomás de Celano, primer biógrafo de San Francisco de Asís, resumiendo la visión del santo aquella noche que, en la cueva de Greccio, revivió el nacimiento de Jesús.
Lo ha contado, en la audiencia general del 23 de diciembre, Benedicto XVI, trazando una historia del sentido de la Navidad y su celebración. La gran fiesta para los primeros cristianos es la Resurrección o la Pascua. San Hipólito de Roma (s. III) estableció la fecha del 25 de Diciembre como nacimiento de Cristo, observando que coincidía con la Dedicación del Templo de Jerusalén por Judas Macabeo (s. II a. C): Con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo.
Esa misma idea sustituye en el siglo IV la celebración romana del sol invencible (s. IV) por la Navidad, porque el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. En la Edad media (s. XIII), San Francisco se siente movido con palabras del Papa a experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su alegría a todos.
Y ahora viene la síntesis de Benedicto XVI, primero a nivel teológico: La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence a la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo que vendrá. Con san Francisco y su belén se ponían en evidencia el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar una forma nueva de vivir y de amar.
En segundo lugar, la interpretación espiritual, pastoral y concreta: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por así decirlo, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido por el hombre en libertad; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el ansia de poseer del hombre.
Dios añade vence en ese niño pobre y desarmado, cuyo título más grande es el de Hijo, y vence con el amor, que nos conduce a nuestra verdadera identidad (la de hijos de Dios en la familia de Dios). Pero dejando bien claro que si no os convertís y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18,3).
Por eso concluye el Papa: Quien no ha entendido el misterio de la Navidad no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos.
En esta síntesis histórica, teológica y espiritual, queda patente que la Navidad es una expresión del primer momento visible de la historia de nuestra fe, y al mismo tiempo una indicación precisa de la actitud cristiana: lo que vence no es el poder ni la eficacia del activismo. Es el amor.
Lo que vence es lo que los autores espirituales llaman la infancia espiritual. Esto significa saberse continuación de la misma familia de José y María, porque Jesús nos ha introducido en la intimidad con Él y desde Él hacia todas las direcciones de la cruz: hacia arriba (la Trinidad), hacia los cuatro puntos cardinales del espacio (todas las personas que viven en el mundo) y también hacia la quinta dimensión del tiempo, que en Jesús se extiende hasta el pasado y el futuro: la venida de Jesús nos hace miembros de la familia de Dios, con palabras de San Agustín, desde Abel hasta el último justo. El poder del resucitado es el poder de este niño que nos nace y quiere nacer en nosotros para llegar con su amor a todos.
Ramiro Pellitero. Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra