Allá donde se toca el dolor concreto surge la posibilidad de padecer con el otro
XlSemanal
Se atribuye a Stalin una frase desalmada (aunque más exactamente podríamos calificarla de «desencarnada», como enseguida veremos) que reza así: «Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística».
Y, en efecto, basta contemplar la tragedia más encarnizada desde una atalaya (desde una perspectiva, en fin, que nos permita su contemplación panorámica) para que tal tragedia se convierta en una mera cifra, en una realidad abstracta; porque sólo allá donde se toca el dolor concreto, allá donde se abraza el dolor encarnado en alguien que sufre, surge la verdadera compasión, la posibilidad de padecer con el otro, que así se convierte en prójimo.
La enseñanza de Stalin ha alcanzado hoy un grado de perfeccionamiento que ni siquiera él hubiese soñado; y, paradójicamente, lo ha alcanzado disfrazado de humanitarismo y engalanado de bonitos y retumbantes discursos filantrópicos.
Esta caridad de lejanías, rasgo característico de nuestra época, ya la vislumbraba Dostoievski en un pasaje de Los hermanos Karamazov, en el que Zósima detalla una conversación que ha mantenido con un amigo suyo: «Amo me decía a la Humanidad; pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a la Humanidad en general, menos amo a la gente en particular, como individuos. Más de una vez he soñado con pasión servir a la humanidad y quizás hubiera subido al calvario verdaderamente por mis semejantes, si hubiera hecho falta; pero no puedo vivir con una persona dos días seguidos en la misma habitación, lo sé por experiencia. En cuanto siento a alguien cerca de mí, su personalidad oprime mi amor propio y estorba mi libertad. En veinticuatro horas puedo cogerle manía a la mejor persona: al uno porque se queda demasiado tiempo a la mesa, al otro porque está resfriado y no hace más que estornudar».
De esta incapacidad para «amar a la gente en particular», tan característica de nuestra época, nos brindan diario testimonio los medios de comunicación, muy diligentes en ofrecer (maquillados o magnificados, según cuál sea su adscripción ideológica) los datos mensuales de crecimiento del paro o de la morosidad, pero cada vez más reacios a mostrarnos el dolor encarnado de quienes sufren las consecuencias de un despido o un desahucio.
Y así, mientras el periodismo que desentraña cifras y datos estadísticos (casi siempre para embrollarlos y oscurecerlos) aumenta hasta la hipertrofia, el periodismo que fija su atención en las tragedias menudas de la gente se adelgaza hasta la consunción: por cada crónica o reportaje en el que los estragos de la crisis se encarnan en una persona que la sufre en su pellejo, hallamos en los periódicos y noticieros mil análisis de expertos que dilucidan datos macroeconómicos, que auguran crecimientos o caídas del consumo, que en definitiva desencarnan la tragedia y la convierten en mera estadística. Y, una vez desencarnada la tragedia por expertos analistas, los periódicos y noticieros pueden permitirse rematar la faena con discursos filantrópicos o diatribas contra la ineptitud de los gobernantes.
En la parábola del Buen Samaritano, Jesús nos enseña que el prójimo no es una amorfa y difusa categoría estadística, sino alguien a quien puedo nombrar por su nombre, alguien a quien me tropiezo en el camino, cuyas llagas puedo tocar con mis propias manos, cuyo sufrimiento puedo cargar sobre mi espalda. El sacerdote y el levita que pasan de largo ante el viajero herido, presurosos por llegar a Jerusalén, no son como a simple vista pudiera parecer monstruos de crueldad.
Por el contrario, es más que probable que tengan prisa por llegar a Jerusalén para endilgar un discurso filantrópico, para lanzar una prédica en la que quede patente su inmenso amor a la Humanidad; es más que probable que pasen de largo ante el viajero herido porque su atención se halla concentrada en la preparación de esa prédica o discurso; es más que probable que se parezcan demasiado a nosotros mismos.
Es más que probable, en fin, que cultiven la caridad de lejanías que Dostoievski vislumbraba en Los hermanos Karamazov, la misma caridad desencarnada que reduce las tragedias a estadística. Porque la caridad verdadera se encarna en la tragedia de cada hombre que sufre; y esa caridad oprime demasiado nuestro amor propio (esto es, la quietud de nuestra conciencia) y estorba nuestra libertad (para trepar a una atalaya y desde allí lanzar bonitos discursos). Pero sospecho que no hay caridad encarnada sin fe en la Encarnación.