Es duro que ni el valor de la vida sea admitido en todos los casos
Levante-Emv
Se dice y se escribe mucho sobre la necesidad de buscar valores y formarse en ellos, pero no tengo ninguna seguridad de que todos pensemos en lo mismo al realizar esta afirmación.
Basta fijar la atención en algunos temas de actualidad, por ejemplo, el de los chavales de Extremadura estimulados a la práctica de la masturbación, otra comunidad autónoma animando al aborto, leyes que desvirtúan en un minuto la familia existente desde que el mundo es mundo, embriones humanos utilizados legalmente como material de investigación, sobornos propiciados por la propia dinámica de nuestro vivir, etc., etc.
Es obvio que todos los temas citados constituyen un valor para algunas o muchas personas. Es duro que ni el valor de la vida sea admitido en todos los casos cuando se está propiciando el contravalor del derecho al aborto, entendido por una buena parte de nuestro cuerpo legislativo como un bien, puesto que sería absurdo considerarlo un mal y legislarlo así.
Ha habido dos filósofos que han trabajado mucho este asunto, aunque viene desde la filosofía griega. Me refiero a Max Scheler y a Von Hildebrand. El primero, alejándose de otras teorías, busca una axiología pura: nos hallamos frente a un cosmos de valores que no producimos, sino que tenemos que reconocer y descubrir.
Les atribuye estas características: su ser no es el real ni el ideal, sino el ser valiosos; los valores son objetivos, es decir que se mantienen más allá de nuestra apreciación; se presentan siempre frente a un aspecto negativo: belleza-fealdad; son independientes de la cantidad; puede establecerse una jerarquía entre ellos.
Von Hildebrand hizo hincapié en que los valores más elevados de todos los naturales son los morales. Por tanto, están por encima de cualquier estado de ánimo o legislación. Estos valores pertenecen a la persona, en la que, mucho más allá de sus realizaciones culturales, destaca la irradiación de valores morales: honestidad, limpieza, veracidad, amabilidad, lealtad, coherencia, etc.
Es la misma persona quien ha de cooperar a su realización, que solamente los hará posibles mediante la entrega de sí a esos valores. Cuando nos encontramos frente a un valor, no debemos regirnos por el arbitrio del gusto, sino por la respuesta adecuada al valor descubierto. Así, sólo quien comprende que hay cosas buenas y bellas en sí mismas, es capaz de realizar personalmente los valores morales.
Claro que esto acampa muy lejos de esa pretendida progresía o modernidad, cuya única razón es que esos verdaderos valores son del que se halla anclado en el pasado. Verdaderamente, lo viejo se constituye por muchas de las cosas pregonadas como nuevas, como el aborto o lo de Extremadura. La castidad es un valor que lleva a amar de veras y la vida humana es un intocable, el primer derecho del concebido. Nadie tiene derecho a la vida de otro, ni a conducir a los demás por la senda de la descomposición personal y social.
Sólo la reverencia a la persona y a la naturaleza hace percibir y vivir los auténticos valores que, en el fondo, están en aquellas cuatro virtudes aristotélicas, perfecta síntesis de las virtudes humanas: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que encierran tantas actitudes buenas: humildad, piedad, voluntad fuerte, deliberación, consejo, veracidad, lealtad, sobriedad, castidad. Es difícil amar a nadie sin estas virtudes.