La ciencia últimamente no gana para sustos
AbcDeSevilla.es
Salta el toro a la plaza y el matador, acodado en el burladero, parece temer que se le caiga la montera; duda entre el «que no quiero verlo» y la esperanza de adivinar en sus primeros escarceos si podrá hacer faena. La ciencia no podrá ayudarle mucho; sólo cuando pise el albero irá saliendo del trance como pueda.
La ciencia últimamente no gana para sustos. En cuanto surge un problema peliagudo le acaban endosando la primera ocurrencia que salga al paso. También la Permanente del Consejo de Estado cinco consejeros de derechas y dos de izquierda, al decir de la crítica ha recurrido a ella para aliñar un toro al que no sabía cómo encarar.
Como es sabido, la Constitución afirma que «los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». El ponente del Consejo, uno de los padres de la Constitución, asegura en un arranque de audacia que «es claro que la educación sexual puede incidir en tales convicciones».
El silogismo parecía inapelable, pero no está la plaza para silogismos. Al final resulta que lo que se garantizará es «el derecho de los padres a completar (sic) la educación sexual de sus hijos». O sea que, gracias a la Constitución, nada impedirá que los padres puedan en la intimidad del hogar sugerir a sus hijos que lo que les han dicho en clase no pasa de ser una cochinada. Qué alivio...
No es fácil imaginar qué habría ocurrido si la Constitución llega a decir que los padres pecharán con la educación moral que tengan a bien suministrar a sus hijos en la escuela. La explicación de tan curioso protagonismo invertido es la frase que nos invitó al quite. Se da por hecho que la educación sexual en la escuela será por decreto «objetiva y científica». No entremos en cálculos de probabilidades. El cumplimiento de tan optimista pronóstico ¿es siquiera posible?
¿Qué puede significar una educación sexual científica? La capacidad educativa de la ciencia en materia sexual es más bien misteriosa. ¿Qué ciencia se ocupará de ella? Sin duda, la anatomía podrá detallar las características de los órganos sexuales, o la ginecología explicar posibles consecuencias de la cópula. Lo que difícilmente podrá ciencia alguna establecer es cuál sea el sentido de una relación sexual.
La ciencia es capaz de aclarar hechos pero no de comprender el sentido de una acción. La educación por su parte no puede empobrecerse, reducida a mera información sobre hechos, sino que aspira precisamente a descubrir el sentido que cobran cuando los protagoniza una persona. No puede explicarse una relación sexual humana del mismo modo que se explicarían las que en mejores días disfrutó el animal que protagoniza la corrida.
Como no parece razonable negar inteligencia a tan prestigiadas mentes, quizá el secreto radique en que la educación sexual en la escuela sea objetiva. Es de temer que esto implique que el sexo sea contemplado como un objeto, susceptible de producir al usuario notable goce, por lo que compensa que se familiarice con las oportunas destrezas y habilidades.
Puede que los padres de la tierna criatura estén, por el contrario, convencidos de que el sexo no ha de tratarse como objeto, por ser un aspecto nada desdeñable de la propia subjetividad, capaz de expresar sus más nobles sentimientos, e incluso de hacer pleno su natural afán de transcendencia por la vía de una entrega personal.
Si la educación sexual no puede, sin dejar de ser tal, limitarse a aspirar a ser objetiva y científica, alguien debe estar tomando el pelo a los padres amparándose en el burladero constitucional.
Andrés Ollero Tassara. Catedrático de Filosofía del Derecho