Sólo pido a Dios que mi elección moral siga siendo la misma
ABC
En una carta incluída ayer en la sección ABC y sus lectores, me censura doña G.F.B. algunas afirmaciones contenidas en mi artículo Nadadores a contracorriente, publicado en la Tercera de este periódico el pasado 17 de octubre.
En dicho artículo, comparaba la complicidad sorda de nuestra época ante el crimen del aborto con la actitud de pretendida ignorancia que una parte nada exigua de la sociedad alemana mantuvo ante los crímenes del régimen nazi; y comparaba el estremecimiento de horror que a las generaciones venideras les provocará conocer la complicidad tácita de nuestra sociedad con el crimen del aborto con la repugnancia que a los soldados ingleses y americanos les provocó la pretendida ignorancia de la población alemana que vivía cerca de los campos de concentración que iban liberando, en su avance hacia Berlín.
Ante el espectáculo dantesco que hallaron en tales campos, los oficiales de las unidades encargadas de su liberación ordenaron que todos los habitantes de las ciudades y pueblos vecinos desfilaran por los campos, para confrontarlos con lo que allí había ocurrido. Esto es una verdad histórica, relatada en sus memorias por centenares de soldados británicos y estadounidenses.
Podemos discutir, desde luego, si los habitantes de las ciudades y pueblos vecinos sabían lo que en esos campos de concentración estaba sucediendo: tal vez no lo supiesen, aunque para ello tuvieron que vivir en la inopia; más probable es que prefiriesen no saberlo. Pero tanto en ese «vivir en la inopia» como en ese «preferir no saberlo» hay ya una elección moral.
En modo alguno pretendí en aquel artículo juzgar las razones de esa elección moral: habría alemanes que aprobarían tales crímenes; pero estoy seguro de que eran más numerosos los que simplemente eligieron «transigir» con el ambiente moral de su época.
Y no sólo por cobardía o indiferencia, sino por puro «instinto de supervivencia»; porque rebelarse contra aquellos crímenes que formaban parte del ambiente moral de la época los habría convertido automáticamente en reos de traición.
Me preguntaba doña G.F. en su carta: «¿Qué hubiera hecho usted entonces?». Y le respondo que, desde la atalaya privilegiada que nos concede el paso del tiempo, hubiese preferido ser uno de esos pocos alemanes heroicos que se rebelaron contra aquellos crímenes. Pero eso puedo responderlo ahora; lo más probable es que hubiese sido uno de esos alemanes menos heroicos que «vivían en la inopia» o que «preferían no saber», por puro instinto de supervivencia.
Aunque me hubiese terminado ocurriendo lo que Martin Niemöller cuenta en aquel célebre poema: «Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, / guardé silencio, / porque yo no era comunista. // Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, / guardé silencio, / porque yo no era socialdemócrata. // Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, / no protesté, / porque yo no era sindicalista. // Cuando vinieron a llevarse a los judíos, / no protesté, / porque yo no era judío // Cuando vinieron a buscarme, / no había nadie más que pudiera protestar».
En aquel artículo, Nadadores a contracorriente, trataba de hablar por quienes no pueden protestar. Le concedo a doña G. que las circunstancias en que una persona que hoy se opone al aborto no son exactamente las mismas en que un alemán de hace setenta años tenía que enfrentarse a la realidad de un campo de concentración.
Pero pronto lo serán: el aborto será encumbrado a la categoría de derecho, y quienes nos obstinemos en calificarlo de crimen y así lo proclamemos públicamente seremos juzgados peligrosos delincuentes. Para entonces, sólo pido a Dios que mi elección moral siga siendo la misma, que aunque mi carne tiemble mi espíritu se mantenga firme en la defensa de quienes no pueden protestar.