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Dentro del ciclo de colaboraciones acerca de la vocación sacerdotal que vamos publicando en este año dedicado a descubrir la grandeza de dicha vocación se enmarcan estas páginas de hoy.
Una vez más nos parece oír el grito agorero de quienes piensan que estamos en la recta final de una carrera estéril. Como si se hubiera perdido con el tiempo una batalla que en otras épocas estuvo a punto de ser ganada.
Ya lo decía San Agustín a los cristianos del siglo V: Es verdad que encuentras hombres que protestan de los tiempos actuales y dicen que fueron mejores los de nuestros antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera situar en los tiempos que añoran, también entonces protestarían. En realidad juzgas que esos tiempos pasados son buenos, porque no son los tuyos.
No se nos oculta la dificultad, dificultad objetiva y real si prescindiéramos de Dios, de su promesa: Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los tiempos y el cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán.
La obtención de la felicidad humana, dentro de los máximos límites posibles que puede ofrecer la vida, pasa por la situación en la que se encuentre la Iglesia y en concreto: por la santidad y abundancia de sacerdotes. Una y otra vez, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI, han abordado esta cuestión con decisión y desparpajo. Han ido al cuerpo a cuerpo, han interpelado, como hizo Jesucristo, a los jóvenes; sin temor, confiando en gracia de Dios y despreciando el griterío de la muchedumbre circundante.
Juan Pablo II era bien consciente de que ellos conocían bien el mundo en el que habitaban. En una ocasión se lo volvía a recordar: la degradación de la vida; la existencia de zonas de nuevas pobrezas; el tributo que habían pagado los jóvenes en situaciones contaminadas por la droga y la violencia; las consecuencias de un progreso técnico despersonalizante y en aumento por el anonimato; la banalización de los gestos del amor; la intolerancia ciega y despiadada, etc.
Pese a este bosquejo que induciría al pesimismo se alza el poder de Dios que asiste a su Iglesia siempre. Hay más gente buena de lo que parece. Que el silencio sea su señal no impide ver cómo en el mundo de hoy abundan estas almas. Como a pesar de la belleza y de la grandeza que suponen las conquistas de la ciencia y la posesión de los apetecidos bienes materiales que ésta ofrece, el mundo está ávido de verdad, de amor, de más alegría. Y todo esto se encuentra en Cristo y en su modelo de vida.
Sé de bastantes centros de enseñanza, por poner un ejemplo actual, que han aguantado el injusto tirón de la educación indiferenciada obligatoria pero que tienen muchas vocaciones. Suelen ser de monjas que no quieren novedades viejas, infructuosas y ya anunciadas por Pio XI en el siglo pasado. Los objetivos, los que actúan con el realismo de la falta de fe, están cerrando sus centros o manteniéndolos con gentes que enseñan sin criterio cristiano materias sin conseguir que los alumnos se hagan preguntas de largo alcance.
Benedicto XVI salía al paso de esto en una ocasión, con gran fuerza: No queremos vernos obligados a decir al final: tomé un camino equivocado, mi vida ha sido un fracaso, me salió mal. Queremos gozar de la vida. Como dijo Jesús en cierta ocasión, queremos tener vida en abundancia. Dios no está lejos de nosotros, en algún lugar muy distante del universo, a donde nadie puede llegar. Hemos de estimular, en la formación de las personas, a que se hagan preguntas de todo tipo, pero principalmente sobre cuestiones hondas de la vida: de dónde vengo, adónde me dirijo. Han de darse cuenta de que todas las respuestas que no llegan a Dios son demasiado cortas.
Con qué fuerza gritaba Juan Pablo II que no sucediera que por falta de fe a los jóvenes de hoy lo que al joven del Evangelio que oyendo la llamada no correspondió y se fue triste. ¡Abrid vuestros corazones a este Cristo del Evangelio! ¡No os vayáis tristes! El amor verdadero es exigente. No cumpliría mi misión si no os lo hubiera dicho con toda claridad. El amor exige esfuerzo y compromiso personal para cumplir la voluntad de Dios.
La Iglesia insistía el Papa que introdujo a la Iglesia en el tercer milenio no podrá nunca carecer de sacerdotes, de santos sacerdotes. Cuanto más madurez alcanza el Pueblo de Dios, cuanto más asumen su papel en los múltiples compromisos de apostolado las familias cristianas y los laicos cristianos, tanto más tienen necesidad de sacerdotes que sean plenamente sacerdotes, precisamente para la vitalidad de su vida cristiana. Y por otro lado, cuanto más descristianizado se halla el mundo o más falto de madurez en su fe, tanto más tiene necesidad de sacerdotes que estén totalmente dedicados a dar testimonio de la plenitud del misterio de Cristo.
El Papa instaba a los jóvenes como esperanza de la Iglesia a estar disponibles, les invitaba y desde el Cielo sigue haciéndolo a reflexionar sobre la vocación sacerdotal. La vocación al sacerdocio es una llamada de Dios, un don que Dios concede a aquellos jóvenes en quienes confía, que están en condiciones de servir a Dios y a los hombres, siguiendo el ejemplo de Jesucristo. La Iglesia tiene una inmensa necesidad de sacerdotes. Jesús no quiere una Iglesia sin sacerdotes. Si faltan los sacerdotes falta Jesús en el mundo, falta su Eucaristía, falta su perdón.
El pueblo cristiano no puede aceptar con pasividad e indiferencia la disminución de las vocaciones. Las vocaciones son el futuro de la Iglesia. Hay que seguir rezando con más intensidad porque pese a los problemas, desafíos y dificultades de las últimas décadas, aumentan continuamente los jóvenes que escuchan la llamada del Señor y en todas las partes del mundo se hacen cada vez más tangibles los signos de un resurgir, que anuncian una nueva primavera de vocaciones. Esto nos llena a todos de un gran consuelo y no cesamos de dar gracias a Dios por su respuesta a la oración de la Iglesia.
Con la experiencia del Papa y de tantos sacerdotes, se puede asegurar que vale la pena dedicar toda la vida y todas las fuerzas al servicio del pueblo de Dios como sacerdotes de Cristo. Pese a todas las dificultades, este estilo de vida proporcionará siempre satisfacción y alegría. Jesucristo nos ha prometido: Quien pierda la vida por mí, la ganará. De manera que todos esos jóvenes que no se atreven a entregar toda su vida al sacerdocio, a renunciar a la posibilidad de casarse y fundar una familia, y a decidirse por una vida exclusivamente para Dios quedan tristes como el joven del Evangelio que estaba cargado de riquezas.
La riqueza material, la salud, el atractivo glamour que la imaginación inventa, dificultan comprensiblemente seguir esta vocación, pero el sacerdote debe estar libre de posesiones y de una vida cómoda; de vínculos matrimoniales y familiares y del afán de determinar su vida por su propia voluntad. Con todo, confiando en la gracia de Dios se puede responder con un sí entusiasta.
Reforzando estas palabras dice Benedicto XVI: No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.
Nunca tiempos pasados fueron mejores por el mero hecho de ser pretéritos y lo mismo sucede ahora. Dios no abandona a la humanidad por quien ha muerto en la Cruz engendrando en ella la Iglesia que habría de ser hasta el fin de los tiempos levadura que fermentara toda la masa. La paz sin pasividad, la alegría sin por ello dejar de acometer los problemas con esperanza cristiana pueden estar ausentes. Hay que rezar y moverse, hay que moverse y rezar. Ahí nos espera el Señor y ahí estamos sacerdotes y laicos, solteros y casados empujando.
Pedro Beteta López. Doctor en Teología y Bioquímica
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