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Para entender en todo su alcance esas declaraciones del ministro Caamaño en las que rechaza la posibilidad de que los médicos se nieguen a perpetrar abortos, atendiendo a razones de conciencia, convendría que afrontásemos en su cruda realidad lo que está sucediendo ante nuestros ojos.
La «objeción de conciencia» es, en realidad, un mecanismo que el derecho arbitra en el instante en que ha dejado de ser verdadero Derecho (esto es, cuando ha renunciado a fundarse sobre un razonamiento ético objetivo en torno a lo que es justo e injusto), pero todavía titubea y quiere guardar por escrúpulo cierta apariencia de justicia.
Así, por ejemplo, el derecho a la objeción de conciencia que se reconoce a quienes se niegan a empuñar un arma en defensa de su patria obedece al titubeo del derecho, que habiendo otorgado previamente cobertura jurídica a guerras injustas no se atreve sin embargo a obligar a quienes se hallan bajo su mandato a participar en ellas. Porque si el derecho fuese verdadero Derecho (esto es, si sólo justificase guerras justas), a quien se negase a empuñar un arma en defensa de su patria habría que castigarlo como traidor y cobarde.
El derecho a la objeción se trata, pues, de un residuo de mala conciencia que subsiste en aquellos ordenamientos jurídicos que, albergando leyes inicuas, son sin embargo conscientes hipócritamente conscientes de su iniquidad, de la que no se atreven a hacer partícipes a quienes se hallan bajo su mandato; pero cuando se pierde conciencia de esa iniquidad, la objeción de conciencia se convierte en un tiquismiquis vano.
La vigente ley del aborto es una ley inicua, que despenaliza la comisión de un crimen en determinadas circunstancias excepcionales (aunque luego el flagrante fraude de ley las haya convertido en habituales); pero la conciencia mala conciencia de su iniquidad ha permitido que hasta hoy los médicos pudieran abstenerse de perpetrar el crimen que la ley permitía.
¿Cuál es la diferencia sustancial que la inminente ley del aborto introduce? No se trata, como algunos piensan ingenuamente, de que vaya a aumentar en demasía el número de abortos; pues, en honor a la verdad, en España existe de facto el aborto libre, a través del coladero del «peligro para la salud física o psíquica de la madre».
La diferencia sustancial que la nueva ley del aborto introduce consiste en convertir una despenalización en un derecho: el sacrosanto derecho a exterminar vidas inocentes porque nos da la gana, sin necesidad de invocar excusas exculpatorias, con una despepitada desfachatez homicida.
Naturalmente, una ley que convierte el aborto en un derecho deja de tener conciencia mala conciencia de su iniquidad; desde el momento en que el aborto es encumbrado a la categoría de bien protegido por ley, ¿cómo es posible encajar un «derecho a la objeción de conciencia»? Se trata, en efecto, de algo tan incongruente como si en un régimen comunista el expoliado exigiera que se reconociese su «derecho a la propiedad».
Una vez que el crimen es protegido por ley y entronizado como derecho, ya no caben titubeos; y cualquier persona que invoque la objeción de conciencia se convierte ipso facto en peligrosa, pues en las organizaciones que han institucionalizado el crimen está prohibido tener conciencia.
La nueva ley del aborto es una expresión palmaria de esa «institucionalización del crimen»: un crimen se convierte en derecho porque nos da la real gana, porque en nuestra desfachatez homicida ya ni siquiera nos detiene ese titubeo ante la iniquidad que los ordenamientos jurídicos de antaño resolvían hipócritamente arbitrando un «derecho a la objeción de conciencia».
Nosotros ya no titubeamos ante la iniquidad ha venido a decir Caamaño, sino que nos regodeamos en ella; de modo que sobra la objeción de conciencia. Fuera tiquismiquis vanos.
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