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Para Juan Pablo II la persona más importante resultaba ser siempre aquella con quien estaba en ese momento. Cruzar dos palabras con Juan Pablo II y ser interpelado sobre la cuestión de su futuro, del designio que tendría Dios para él, era todo uno.
También eran las personas más importantes aquellas a quienes se dirigía en eventos multitudinarios. Sus palabras eran directas y, ahora, desde el Cielo, lo siguen siendo como cuando hablaba a una muchedumbre de jóvenes: Me dirijo sobre todo a vosotros, queridísimos chicos y chicas, jóvenes y menos jóvenes, que os halláis en el momento decisivo de vuestra elección. Quisiera encontrarme con cada uno de vosotros personalmente, llamaros por vuestro nombre, hablaros de corazón a corazón de cosas extremadamente importantes, no sólo para vosotros individualmente, sino para la humanidad entera. Quisiera preguntaros a cada uno de vosotros: ¿Qué vas hacer de tu vida? ¿Cuáles son tus proyectos? ¿Has pensado alguna vez en entregar tu existencia totalmente a Cristo? ¿Crees que pueda haber algo más grande que llevar a Jesús a los hombres y los hombres a Jesús?[1].
No se barrunta la llamada divina en la adolescencia. En cualquier momento puede Dios crear la inquietud en el alma. El vocablo es semánticamente espléndido. Viene del verbo latino vocare, llamar. Dios llama a quien quiere, cuando quiere y de la forma que desee. La palabra vocación define muy bien las relaciones de Dios con todo ser humano en la libertad del amor, porque toda vida es vocación.
La palabra vocación ayuda a comprender que el hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino por el amor de Dios que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva. No según la verdad cuando no se reconoce libremente ese amor y se ama a su Creador con entrega total. La misma llamada a la existencia interpela a dar una respuesta al Creador.
En este diálogo de amor con Dios se funda la posibilidad de cada uno para crecer siguiendo su propio camino enriquecido de características propias que dan sentido a su historia. En el origen de todo camino vocacional está Cristo, Dios-con-nosotros. Él nos revela que no estamos solos al construir nuestra vida, porque Dios camina con nosotros en medio de nuestras vicisitudes, y, si lo queremos, teje con cada uno una maravillosa historia de amor, única e irrepetible y, al mismo tiempo, en armonía con la humanidad y el cosmos entero.
Descubrir la presencia de Dios en la propia historia, no sentirse ya huérfanos, sino saber que tenemos un Padre en quien podemos confiar plenamente, es el gran cambio que transforma el horizonte simplemente humano y le encamina hacia la entrega sincera de sí mismo[2]. La llamada a la santidad, no obstante, es universal, para todos. Todo cristiano es una obra extraordinaria de la gracia de Dios y está llamado a las más altas cimas de la santidad. A veces éstos no parecen apreciar totalmente la divinidad de su vocación. Su específica vocación y misión consiste en como levadura meter el Evangelio en la realidad del mundo en que viven [3].
Los primeros promotores, junto con los padres, de que se dé el inicio de la crisis vocacional son los sacerdotes. No sólo ellos. ¡Todos los cristianos tenemos obligación por el Bautismo de provocar la crisis vocacional a nuestro alrededor. Lógicamente, los que ya gozan de esa llamada y han respondido afirmativamente al Señor, muestran con su alegría, con su distintivo externo sacerdotal, con su paz y con su buen humor que ellos son los primeros promotores del discipulado y de la misión son aquellos que han sido llamados para estar con Jesús y ser enviados a predicar, dice Benedicto XVI.
Continúa el Papa diciendo: El sacerdote debe ser ante todo un hombre de Dios que conoce a Dios directamente, que tiene una profunda amistad personal con Jesús, que comparte con los demás los mismos sentimientos de Cristo. Sólo así el sacerdote será capaz de llevar a los hombres a Dios, encarnado en Jesucristo, y de ser representante de su amor. Para cumplir su elevada tarea, el sacerdote debe tener una sólida estructura espiritual y vivir toda su vida animado por la fe, la esperanza y la caridad. Debe ser, como Jesús, un hombre que busque, a través de la oración, el rostro y la voluntad de Dios, y que cuide también su preparación cultural e intelectual[4].
La alegría verdadera es la de servir a Dios, la de quien se entrega día a día sin reservarse nada. Pero para descubrirlo hay que lanzarse al vacío. Hay que vencer día a día y saltar al vacío confiando en la Providencia de Dios. Sucede algo parecido a los que sienten la emoción que supone lanzarse en paracaídas. Hay que decidirse en cada salto. Se necesita fe en los medios utilizados y arrojo. Con el Señor nunca quedamos defraudados: siempre se abre el paracaídas y... si nos arrojamos sin él nos lo pone durante el descenso: es cuestión de fe en Dios.
Narraba el portavoz de la Santa Sede, Joaquín Navarro Valls, testigo de excepción de la entrega de Juan Pablo II, cómo se gasta el Papa en servicio de todos: El Papa no pierde un minuto en sus viajes. Tiene una resistencia física enorme. Entre el pequeño grupo que le acompañamos en sus viajes repetimos que él hace el trabajo y nosotros nos cansamos. Recuerdo uno en el que cinco veces cambiamos de zona horaria, que ya supone un trastorno. Luego el programa densísimo de actos, el cambio diario de comidas, de habitación, de clima. Es tremendo. En esos viajes el Papa no se reserva nada. Un día en Australia me atreví a preguntarle, Santo Padre, ¿está muy cansado? Su respuesta fue: No lo sé. Era sincero. Se ignora a sí mismo de forma total.
Juan Pablo II fue el Papa de los jóvenes porque les quería mucho y ellos lo notaban. Su conexión era tanta que si estaba agotado junto a ellos rejuvenecía, se transformaba. Provocaba amablemente, tenía eso que ahora llaman química con la juventud. La gente joven de entonces como los de ahora le preguntaban a las claras: ¿Qué es lo que quiere Dios de nosotros?.
¿Qué pensaba Juan Pablo II de la juventud? Juan Pablo II era directo en estos temas: Mi pensamiento se va a los numerosos jóvenes sedientos de valores y a menudo incapaces de encontrar el camino que lleva a ellos. Sí, únicamente Cristo es el camino, la verdad y la vida. Por eso, es necesario ayudarles a encontrar al Señor y entablar con él una relación profunda. Jesús debe entrar en el mundo, asumir su historia y abrir su corazón, para que aprendan a conocerlo cada vez más, a medida que siguen las huellas de su amor[5].
La santidad es intimidad con Dios; imitación de Cristo pobre, casto y humilde; amor sin reservas a las almas y entrega a su verdadero bien; amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque tales son la naturaleza y la misión que Cristo le ha confiado. Otro aspecto de la vocación que quiero subrayar es nuestra llamada a llevar al mundo, a todos los hombres, a todos los ambientes, el consuelo del amor y de la misericordia de Dios. Hoy este consuelo es más necesario que nunca. El hombre ha perdido el sentido último y unificador de la vida: por esto está inseguro y tiene como miedo de sí mismo[6].
Pedro Beteta López. Doctor en Teología y Bioquímica
Nota al pie:
[1] Juan Pablo II, Alocución, Roma (Italia), 13-V-1984.
[2] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada mundial de oración por las vocaciones, 6-V-2001.
[3] Cfr. Juan Pablo II, Alocución, Limerick (Irlanda), 1-X-1979.
[4] Benedicto XVI, Discurso en el Santuario de la Aparecida, Brasil, 13-V-2007.
[5] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada mundial de oración por las vocaciones, 6-V-2001.
[6] Cfr. Juan Pablo II, Alocución, Brescia, (Italia), 26-IX-1982
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