La recuperación de la concordia es posible si previamente se recupera ese fondo común de raíz cristiana
Gaceta de los Negocios
Existen signos y síntomas de descomposición y discordia. Más, quizá, en España, pero no sólo en ella, sino en Occidente en general. La crisis afecta a algo mucho más profundo que al ámbito económico.
Si atendemos a las elecciones europeas y a los debates en el Parlamento de Estrasburgo, podemos constatar que existen dos contendientes, aparentemente irreconciliables. Pero si de los debates políticos pasamos a los intelectuales y filosóficos, en la escasa medida en que existen, el diagnóstico se vuelve más claro y agudo.
En nuestro tiempo, parece que asistimos a una lucha entre quienes afirman a Dios y quienes lo niegan, entre quienes sostienen la dependencia (religación) del hombre y quienes decretan su autonomía e incluso su soberanía. Pero en realidad, el superhombre se ha jibarizado, y exhibe su pequeñez y su infrahumanidad. El hombre sin Dios es la más miserable de las criaturas.
Al final de su monumental, excelente y discutible, estudio sobre el genio austrohúngaro, en el que analiza la historia social e intelectual del Imperio de los Habsburgo entre 1848 y 1938, William M. Johnston, reconociendo la genialidad y potencia creadora de sus artistas y pensadores, pero también sus limitaciones y excesos, exhibe un patente pesimismo sobre nuestra época: Un análisis a fondo de los últimos sesenta años ofrece poco margen a la esperanza de un resurgir de la reflexión intelectual.
Hoy el mundo sigue un poco la deriva, y escasean los faros que iluminen. La impresión dominante, cuando es lúcida y veraz, es de declive y decadencia. Pero ni la civilización ni la barbarie son inevitables. El pesimismo goza de un inmerecido prestigio de lucidez y solvencia, pero es sólo aparente. Por lo demás, tiene mucho de profecía que tiende a producir su autocumplimiento. Cuando el pesimismo impera, lo negativo avanza. Y el orden muchas veces es éste y no al revés.
No parece, en cualquier caso, equivocado, interpretar nuestra época como un conflicto entre afirmadores y negadores de Dios. En sus versiones más extremas y radicales, quizá carezca de solución, salvo la victoria de uno de los contendientes y la consiguiente derrota del otro. Esto es lo que produce la impresión de la concordia rota.
Pero, en realidad, existe un fondo común entre ambas concepciones. Si las ideas modernas son, como pretende Chesterton, ideas cristianas que se han vuelto locas, la solución puede y debe consistir en devolver la cordura (cristiana) a las ideas modernas, en recuperar la cordura de la Modernidad. El diálogo entre modernos y cristianos no es imposible, entre otras razones porque la genuina Modernidad, no la enloquecida y extraviada, es cristiana.
Por algo decía Ortega y Gasset que la Modernidad es el fruto tardío de la idea de Dios. Algunos de los tópicos dominantes del pensamiento moderno, cabalmente interpretados, no sólo son compatibles con el cristianismo, sino que derivan de él. Entre otros, la autonomía de la persona (que no es incompatible con la vinculación con lo divino, si Dios ha puesto la ley moral en el corazón o en la cabeza, o en ambos, del hombre), la libertad personal (que no es incompatible con la obediencia a Dios), la mayoría de edad del hombre a la que aspira el ideal ilustrado (compatible con la concepción del hombre como hijo de Dios), o la democracia (compatible con el precepto según el cual hay que obedecer a Dios antes que a los hombres), o la ciencia y su cultura (compatibles con la teología y la religiosidad). Y la lista podría prolongarse.
La recuperación de la concordia es posible si previamente se recupera ese fondo común de raíz cristiana que es compartido por los dos contendientes, o, al menos, por la porción más moderada y sensata de ambos. Cristo no puede ser impuesto, pero tampoco expulsado de nuestra vida pública. La superación de la Modernidad es eso, superación, pero no negación. La superación de la Modernidad no reviste la forma de un ataque o un repudio, sino simplemente, de una recuperación de su cordura perdida.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho