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Michael Jackson, una muerte anunciada. Se sientan unos precedentes y se siguen los consecuentes, casi como un teorema matemático. Era un modelo de transgresión, de independencia y de absoluta falta de control. Era, dentro de la música pop, un "number one".
En estos días los partidarios del arco iris están de fiesta y esta coincidencia, permite también considerar el gran tema de la construcción de la propia vida que, de algún modo, en la especie humana siempre es autoconstrucción o no es nada.
Comprendo que la gente "sensata" y "normal" pase de estos temas e incluso los huya. Sin embargo, vale la pena que en estos días, de muerte y autodestrucción, planteemos lo que significa el trabajo de la propia autoconstrucción.
Todos tenemos, probablemente en el cerebro, unas cuantas tribus de demonios que pugnan por salir y abrir las ventanas y saltar a la calle. Son nuestras raíces genéticas. En la juventud se suele pensar que ese deseo irracional de infinito que tan bien supieron expresar los románticos, son «nuestra identidad». Somos lo que sentimos y las normas sociales convencionales, aparecen como «lo que se nos impone».
Si somos lo que sentimos y se nos impone lo que no sentimos, la reacción elemental, es en primer lugar, denunciar la hipocresía de la sociedad cuyos componentes, imponen a los demás, unas reglas de conducta que ellos mismos «no sienten». Desde Rousseau y Sade, se ha resaltado esa hipocresía social, la defensa del corazón y del instinto salvaje.
Otras formas posteriores de lo mismo, son la voluntad de poder, la crítica al asno o a la oveja, modelos cristianos, según unos u otros cánones de referencia. Una forma más elaborada intelectualmente, ha sido propuesta por Heidegger: La libertad de escogerse a sí mismo.
El arte, el arcoiris, la transgresión y la autodestrucción, han ido de la mano y se nos ofrecen estos días en la pasarela por la que desfilan los titulares de periódicos y telediarios. Bien, veamos.
El mono más sabio, como el pez más inteligente, tienen una capacidad craneal de 500 cc., es decir, la tercera parte de la que tiene el ser humano. Estos detalles no son decorativos o estéticos sino determinantes del sentir y del comprender. El programa genético de estos amables animales está muy determinado y apenas deja márgenes de indeterminación.
No son robots porque son sistemas biológicos. Si tienen hambre, comen, si tienen sueño, duermen y si ven una hembra, se aparean. Por hacer «lo que les sale de dentro», ninguno de ellos se vuelve loco. Están hechos, fundamentalmente su código y su estructura cerebral, para esa función. Al "funcionar", según lo programado, son felices y sabemos que lo son porque eso es algo que se ve en la cara de los animales y también de las personas.
Los hombres y las mujeres, cada uno y una en su caso, tiene un cerebro mucho más complejo, con mayor número de neuronas y con un sistema de transmisión de señales eléctricas con mayor número y calidad de dendritas y de sinapsis, o sea, de contactos entre neuronas. Las áreas asociativas del cerebro están muy desarrolladas y se agolpan en la zona occipital.
El resultado es bien sencillo: Los seres humanos estamos hechos, no para responder inmediatamente al estímulo del medio o para vivir siguiendo fielmente la pulsión instintiva sino «para que nos lo pensemos antes de actuar». Somos así ¡qué le vamos a hacer!. No vamos a culpar a nadie de que seamos tan inteligentes.
A cuentas de todo esto, un ser humano no tiene el futuro predeterminado: «yo soy así, no tengo remedio», no tenemos genéticamente "espíritu de gafe" sino que toda nuestra estructura biológica está hecha para hacer posible que construyamos una historia, un argumento, nuestra vida. La especie humana no tiene el futuro hecho sino que tiene que producirlo.
Puede observarse que los animales se repiten siguiendo su metabolismo, los ciclos biológicos y los ritmos que les marcan las estaciones del año, el cambio noche-día y los procesos naturales de crecimiento y envejecimiento. Ninguna especie animal tiene historia, porque es incapaz de cambio, de rectificación, de proyecto y de autoconstrucción. La razón de todo esto no nos la dan los predicadores o los visionarios sino la neurociencia y el sentido común que de ella se deriva.
Tenéis razón, cada uno debe elegir su propia identidad, pero eso en ningún caso es seguir las pulsiones del instinto, las tradiciones biológicas, el pasado de nuestra especie que presiona.
Estar hechos para pensar significa que todos los datos que nos proporciona la biología (y la sociedad) son "materiales" a tener en cuenta en nuestro proyecto personal. Tendremos que plantearnos lo que queremos ser, pero decidamos lo que sea, siempre será, dicho en términos fáciles, un levantar la vertical por encima de la horizontal.
No es complicado entender que la biología tira a lo fácil y que lo fácil es lo cómodo, lo que no cuesta trabajo. Lo que cuesta es levantarse, izar el camino de la vertical. La diferencia entre hombre y animal es ésta: el animal sestea, el hombre trabaja. Ese trabajo debe ser lo más creativo posible lo que significa lo más innovador, lo más inteligente.
El coste ineludible de la libertad está bien claro: pensar y trabajar. En esas coordenadas los instintos, los sentimientos y las imágenes se reestructuran al servicio del propio proyecto y de la propia historia. El pasado humano tiene la función de hacer futuro.
Es entonces que el hombre se siente feliz porque está desempeñando, más o menos bien, aquello para lo que está hecho. En cuanto siente nostalgia de la selva o de la pradera, en cuanto se levanta de la siesta, tiene que acallar dentro de sí, un vacío infinito. Y lo acalla con todo lo que ayuda a dormir.
También precisa, pues, al fin y al cabo es racional, legitimar su opción argumentando que es auténtico, que ha hecho la opción fundamental por lo que siente. Es decir que teniendo 1500 cc. de capacidad craneal, opta por conformarse con 500 cc. La diferencia entre ambas capacidades define las dimensiones del vacío interior resultante.
Armando Segura. Catedrático de Filosofía de la Universidad de Granada
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