El mal radical está en los modelos que se ofrecen a los niños y adolescentes
Gaceta de los Negocios
Nos quejamos de la mala educación. Y sobran razones. Tanto en el sentido de la urbanidad, renqueante o extinta, como en su sentido intelectual y moral. Conviene, siempre, criticar con cautela y modestia (a ser posible, no falsa), pues el crítico suele presuponer que su educación es buena, aunque haya sido impartida por padres o en centros educativos que detesta.
Siempre me ha admirado esa exhibición de buena educación por parte de quienes aborrecen la recibida. O no era tan mala, o ellos son gigantes que han sabido labrarse titánicamente la suya. Tampoco es imposible que constituyan perfectos ejemplos de la mala educación que deploran.
Hecha esta prudente salvedad, y siempre temerosos de agrandar la mota en la mala educación ajena, no cabe duda de la extensión, casi imperial, de la mala educación. Pero cualquier deficiencia educativa procede de los malos ejemplos. Uno es, en el mejor de los casos, una imperfecta copia de sus modelos.
Pero los modelos dependen de los valores y del establecimiento de la correcta jerarquía entre ellos. Claro que hay males en el sistema educativo, pero acaso sean más consecuencia que causa. Si la educación se desliza por la pendiente de la falta de exigencia y disciplina es porque, previamente, se ha devaluado la estima social del esfuerzo y la disciplina.
Si falta libertad, es porque previamente se ha devaluado el aprecio social de ella. Si el Estado aspira a imponer su hegemonía en la educción, es porque previamente, o a la vez, la sociedad y los padres hacen dejación de sus derechos y, sobre todo, sus deberes.
Tengo para mí, acaso me equivoque, que el mal radical está en los modelos (mejor, contramodelos) que se ofrece a los niños y adolescentes. Lo que se aprecia parece ser el éxito, pero un éxito falso que se asienta en la popularidad y en la riqueza. El daño que puede hacer la asignatura de Educación para la Ciudadanía es casi una bagatela comparado con el mal irreparable que producen las series (no todas, pero casi) de televisión o los falsos héroes mediáticos, ya lo sean del deporte o del arte popular.
En el deporte, la calidad es más difícil de simular, pero no siempre el valor humano acompaña al deportivo. En las artes populares, la mediocridad estética suele, aún así, ser casi ejemplar comparada con la ausente ejemplaridad moral. La crisis de las familias hace el resto. ¿Dónde está el espejo moral e intelectual en el que modelar la vida emergente?
Nuestra crisis es, si estoy en lo cierto, una crisis de ejemplaridad y de modelos; en realidad, de ausencia de ejemplaridad y de existencia de falsos modelos. La ejemplaridad se ha paseado hoy también por el callejón del Gato y se ha reflejado en sus espejos cóncavos. Es deforme y esperpéntica.
Ahí reside el problema. Por tanto, también la difícil solución. Max Scheler habló de tres modelos ejemplares: el genio, el héroe y el santo. Hoy han sido sustituidos por el rico, el poderoso y el famoso. No cabe más intensa decadencia. La única revolución deseable es ésta que afecta a los modelos. Ésta es la tarea. A nadie se le puede escapar su inmensa dificultad. Pues cuando la percepción de lo ejemplar se ha obturado, queda el camino franco para los sucedáneos.
El verdadero genio es sustituido por su falsificación. El héroe es desfigurado por el hombre de éxito, inmediato y perecedero. Y el santo casi mueve a la conmiseración o la risa. Sólo queda ensayar el desenmascaramiento de los malos ejemplos.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho