Lo recuerda el arzobispo de Tarragona en su carta semanal
AgenciaSic.es
Cuando un sacerdote celebra un matrimonio, sabe que asiste a la boda como Jesús en Caná puesto que los contrayentes, un hombre y una mujer, son los verdaderos ministros del sacramento.
Jesús, a petición de su Madre, se aseguró de que a los esposos no les faltara el vino sin el cual la fiesta hubiera quedado deslucida. De modo parecido, los sacerdotes, y también los obispos en estas ocasiones, lo que hacemos es asegurar que el matrimonio culmine bien, ante Dios, ante la sociedad y, también ante ellos mismos.
Que no falte el buen vino de la disposición que debe presidir los enlaces: la voluntad, libremente asumida, de amarse uno al otro en la salud y en la enfermedad, para siempre y en cualquier circunstancia de la vida.
Nosotros no levantamos acta, como si fuéramos notarios, de que aquellos dos contrayentes se aman en aquel momento, lo cual es evidente, sino que bendecimos un proyecto en común que comenzó con el noviazgo, pero que desde el instante del ¡sí quiero! da un salto cualitativo: el compromiso.
Sé muy bien que esta palabra asusta. También asusta a los religiosos cuando llega el momento de dar el paso de su entrega al Señor. Por este motivo hay un tiempo de postulación, como en el matrimonio hubo un tiempo de noviazgo.
Pero es preciso decir algo que está demostrado por la experiencia de muchas personas a lo largo de los siglos: el compromiso de amor definitivo es posible. Ciertamente no es esto lo que sugieren los seriales televisivos ni, por desgracia, las circunstancias de muchas parejas que conocemos en las que se alega que se acabó el amor, como cuando a un coche se le acaba la gasolina.
Ver así las cosas es erróneo. El matrimonio no es fruto de la inercia, no se mueve por un empujón inicial de enamoramiento, sino que cada día se alimenta de pequeños servicios mutuos que proceden de una comprensión adecuada de la entrega: el buscar uno la felicidad del otro.
El Catecismo de la Iglesia Católica (punto 1648) reconoce que puede parecer difícil, e incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano, pero recuerda que ese amor es imagen del que Dios nos tiene, que es irrevocable. ¿Imposible? argumentaba Juan Pablo II y venía a decir: ¿Para quién? ¿Para aquellos que sólo confían en sus fuerzas o para aquellos que se acercan a los sacramentos y ponen cada día su vida en común en manos de Dios?
En un ambiente en el que se pretende establecer distintos modelos de familia, en el que se separa la unión conyugal de la procreación y en el que se abandonan los recursos espirituales, el matrimonio entra en crisis inexorablemente. No es que haya que volver a formas antiguas. Lo que conviene hacer es que las formas modernas de convivencia tengan claros los valores y las prioridades. Que sepan reconocer la fidelidad, la indisolubilidad, la entrega, la generosidad y que pidan la bendición de Dios sobre ellos y sobre los hijos que serán su gozo y su corona.