Apasionamiento y derecho son compatibles, siempre que el primero no ofusque al segundo
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La admisión a trámite por el Congreso de una propuesta sobre las declaraciones de Benedicto XVI en relación con el preservativo y el SIDA ha desatado una tormenta. Por un lado, los cardenales Cañizares, Amigo, Rouco y Martínez Sistach han lamentado una actuación que no representa a España, que supone un fundamentalista auto de fe, o que atenta a la libertad de expresión del Papa. Por otra parte, algún partido político ha manifestado su extrañeza por la reacción de la Jerarquía española. Es evidente que éste es un tema apasionante, en el sentido de que suscita reacciones apasionadas.
También lo es para los juristas, en cuanto que en la cuestión se entrecruzan derechos fundamentales (libertad de expresión y libertad de conciencia, entre otros), colisión entre normas (parlamentarias, concordadas, etc.), usos internacionales (desde la cortesía parlamentaria a la ética política) o convicciones religiosas grabadas en el código genético de millones de ciudadanos. Permítanseme algunas observaciones que introduzcan el tema en la objetivización mediática y en la asepsia del discurso jurídico.
No es cierto que los media occidentales hayan tomado partido en bloque contra el Papa. Basten los ejemplos, entre otros muchos, de The Guardian, Washington Post y Le Monde, que han reaccionado con mucha prudencia frente al tema, publicando trabajos documentados en los que se afirma: 1) Que solamente han logrado verdadero éxito (contra el SIDA) los programas que han insistido seriamente en el retraso de la actividad sexual de los jóvenes y la monogamia recíproca (Le Monde); 2 ) Que, en realidad, el preservativo amenaza la lucha contra la infección en África, ya que estimula comportamientos de riesgo (The Guardian); 3) Que la promoción de la fidelidad sexual ha funcionado como eficaz barrera contra la infección del IHV, como lo demuestra el caso de Uganda (The Washington Post). Por lo demás, frente a cierta intelligentsia occidental, ávida de vendettas, contrasta la africana que ha reaccionado masivamente alineándose con Benedicto XVI.
Pasemos ahora al plano estrictamente jurídico. Como es sabido, la Mesa del Congreso de los Diputados es el órgano rector de la Cámara (art. 30 Reglamento) que, entre otras funciones, califica
los escritos y documentos de índole parlamentaria (art. 31.1.4 Reglamento). Su composición le confiere un carácter marcadamente político, lo cual implica que, aparte de su componente jurídico-administrativo, debe hacer juicios de valor político, a la que apunta su misión calificadora de los escritos planteados. Si su papel se recondujera a puro cotejo de las proposiciones con normas administrativas, perdería sentido su propia existencia teniendo en cuenta el excelente staff jurídico de la Cámara.
De ahí que es doctrina aceptada por la Mesa (cfr., por ejemplo, el Acta de la Mesa del Congreso de 21.04.009) que la calificación que le corresponde se extiende, entre otros, a los escritos que puedan afectar a la cortesía parlamentaria o aquellos en que hay dudas sobre la competencia del Gobierno en la materia. Así por ejemplo, rechazó el 20.11.07 una pregunta sobre el Duque de Lugo, en una interpretación extensiva de lo dispuesto en el art. 56.3 de la Constitución sobre la inviolabilidad de la persona del Rey. Es evidente que con estos antecedentes era obligado rechazar un escrito que implica una actitud hostil, cuando no ofensiva, contra alguien que, a la vez, es Jefe de Estado soberano y líder espiritual de mil millones de personas. Se entiende que la Secretaría de Estado, en relación con una decisión similar del Parlamento belga, deplorara que se haya considerado oportuno criticar al Santo Padre basándose en un fragmento de entrevista desgajado y aislado del contexto, que ha sido utilizado por algunos grupos con claro intento de intimidación. Por mi parte añadiré que la Nota de la Santa Sede es muy benévola, si se tiene en cuenta las peculiares características de la Cámara belga cuya actividad persecutoria en materia de confesiones y sectas religiosas es una verdadera afrenta al derecho europeo, criticada duramente por expertos de medio mundo.
En la cuestión se entrecruzan temas jurídicos de entidad. Efectivamente, el juego conjunto de los artículos 16.3 de la Constitución, I.1 del Acuerdo jurídico entre la Santa Sede y el Estado español y el 2.2 de la ley Orgánica de Libertad Religiosa diseña un sistema de relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado español en el que es quicio fundamental la libertad de las autoridades eclesiásticas (incluido el Papa) de ejercer su misión apostólica en el pleno ejercicio de los derechos fundamentales, incluida la libertad de expresión que, unida a la de conciencia, es en todo Occidente la estrella polar que orienta a la democracia.
Por lo demás, repasando la normativa que regula las Cortes españolas es claro que su competencia en materia internacional no es universal, sino limitada. En concreto, el Parlamento español no parece tener competencia para enjuiciar opiniones morales de un Jefe de Estado extranjero, ya que según el art. 97 de la Constitución corresponde al Gobierno dirigir la política exterior. Sin perjuicio de que ésta pueda ser controlada por las Cortes. A lo que se añade la imprudencia de emitir un juicio moral sobre palabras de quien es, para muchos españoles y no españoles, católicos o no, la primera autoridad espiritual de la Tierra.
Apasionamiento y derecho son compatibles, siempre que el primero no ofusque al segundo. Esto sucede cuando el máximo órgano de representación popular se convierte en escenario de cacerías políticas internacionales de incierto destino jurídico.
Rafael Navarro-Valls. Catedrático de Derecho Canónico de la Universidad Complutense de Madrid