Acallar las voces portadoras de sentido, de crítica y de esperanza es una tentación suicida
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El Congreso de los Diputados tiene la tentación de emular la patética iniciativa del Parlamento belga de instar al Gobierno a presentar una protesta pública contra las declaraciones de Benedicto XVI sobre la lucha contra el SIDA. Decimos tentación porque aún no se ha sustanciado el asunto y los diversos grupos habrán de retratarse. Pero lo que ha sucedido en la Mesa del Congreso ya es en sí bastante grave.
No extraña que un grupo beligerantemente laicista como Iniciativa per Catalunya proponga una iniciativa de este jaez. Entre otras lindezas ya ha propuesto nacionalizar los templos y suprimir la enseñanza de la religión en la escuela. Pero la Mesa del Congreso tiene la función de examinar las propuestas que se le someten y decidir sobre su idoneidad para ser sometidas a debate. El Congreso tiene su función bien precisada por la Constitución y hay cosas que desbordan claramente dicha función.
Reprobar una declaración del Papa sobre una cuestión de interés común con importante calado moral (aparte de la manipulación a que ha sido previamente sometida su declaración sobre la lucha contra el SIDA) sería un ataque frontal a la tan invocada laicidad, implicaría una falta de respeto a la libertad de un Estado con el que el Reino de España mantiene relaciones de colaboración leal y, sobre todo, demostraría una inquietante pretensión de limitar la libertad en el debate público.
La iniciativa ha sido admitida a trámite con tan sólo dos votos en contra, los de la mitad de los diputados del PP presentes en la Mesa. Las explicaciones que han aportado las diputadas populares que votaron afirmativamente resultan escasas y poco convincentes. Es cierto que sólo se ha votado la admisión a trámite, pero eso tiene ya una importante carga simbólica. La excusa reglamentista y mecanicista o la invocación a la libertad del debate parlamentario no justifican la renuncia a dar una batalla por el prestigio del propio Parlamento, por la libertad de conciencia y por una verdadera laicidad positiva. Éstas son cosas en las que el PP debe marcar la diferencia si quiere ser una alternativa fiable.
Ahora falta por ver el futuro recorrido de la iniciativa. El PP ya ha anunciado que se posicionará en contra, aunque lo ha hecho tarde y con escaso bagaje argumentativo. Del PSOE poco sabemos, y es la pieza esencial para determinar si la tormenta se disuelve o si llegamos a la vergüenza total. Dependerá de si predominan la sensatez y el realismo o si cae en la tentación de azuzar la división social para convocar a su franja más ideológica ante la próxima cita electoral europea. En cuanto a CiU y PNV, poco se puede esperar: encarnan la patética degradación de una tradición política y cultural de matriz cristiana, sometida a los imperativos del nacionalismo y de lo políticamente correcto.
Nuestro debate público se agosta cada día, se alimenta de bajas pasiones, de tópicos precocinados y de discursos vacíos. Acallar las voces portadoras de sentido, de crítica y de esperanza, por el hecho de que resulten incómodas e irreducibles, es una tentación suicida. Precisamente la voz del Papa es una verdadera fuente de riqueza que alimenta y refresca el debate público, incluso cuando suscita contradicción y debate. Estamos a la espera de saber si ésta es sólo la maniobra de unos sectarios iluminados, o por el contrario expresa (como sucedió en Bélgica) el desvarío y el miedo a la libertad de toda una casta política.
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