Levante-Emv
He de hacer una especie de confesión pública para comenzar. Cuando escribo estos artículos, siempre he sentido la preocupación de si principalmente me dirijo a un público cautivo, no ciertamente porque yo haya intentado apresar a nadie, sino porque sean gentes en acuerdo con mis ideas. Y tiene interés mantener la lealtad de los afines; no, evidentemente, a mi persona sino a los distintos temas de nuestro mundo que procuro contemplar a la luz de la fe.
Pero quizá estén ausentes otros aspectos que me parecen importantes y que seguramente no acierto a resolver. Y son parte de mi cometido. Cuando publiqué ¿Hacia dónde vamos? con una solución de fe, me visitó un lector para señalar la ausencia del amor. Todo no cabe en un artículo, pero tenía razón.
Pienso en mis posibles defectos: ¿me falta apertura de miras, afán de escuchar, deseo suficiente de aprender o delato dogmatismo al escribir sobre temas relacionados con la fe católica?
De una parte, sé muy bien que la Iglesia tiene un depósito doctrinal para custodiar, en el que se encuentran la verdad y la libertad. Parece ardua la tarea de conciliar amor a la libertad y a la verdad, pero sé que tan cristiano es guardar la fe como querer y respetar a los que disienten, amarlos y amar su libertad, aunque se considerasen mis enemigos.
Por esta razón debo afirmar que ambos aspectos se entrelazan y complementan, aunque mi resultado sea pobre en ocasiones, como debe haber sucedido con un artículo titulado Ateísmo, que publiqué en Levante-EMV, porque un lector escribió una carta refiriéndose a la gente como yo, «gent que només ha perseguit un fi des de temps inmemorials: viure sense treballar». El resultado magro es mío, no la fe cristiana, que potencia todo lo humano, sin sacrificar la verdad por la libertad, ni al contrario. Por la sencilla razón de que se requieren mutuamente.
Se trataría según me parece de proponer los diversos ángulos de verdad que la Iglesia ofrece en su cuerpo de doctrina substancialmente, Cristo, sabiendo escuchar con respeto a los que ofrecen soluciones diversas, deseando aprender de ellos, no viéndolos jamás como enemigos, no acudiendo a la acidez o a la descalificación personal.
El objetivo sería como leí hace unos años en un magnífico artículo de Jesús Acerete discrepar sin herir cuando la divergencia se haga presente, que muchas veces no existirá porque, con empeño, serán muchos los puntos de encuentro incluso con doctrinas antagónicas con la fe. Ofrecer la fe con verdad y amor es la síntesis.
También deseo apuntar que la Iglesia oferta, por ejemplo, su doctrina social, pero ni quiere ni puede imponerla. Tan absurdo sería el deseo de imponer algo como el de rechazar sistemáticamente lo que proceda de la Iglesia porque somos un estado laico.
El que haya resistido la lectura hasta aquí, habrá observado que el primer párrafo quedó incompleto. Hablaba del público en sintonía cuya lealtad buscaría mantener. ¿Y para qué he de dirigirme a las personas o grupos no sintonizados conmigo? ¿Para acercarlos a mi fe? ¿Para ofrecerles mis razones? ¿Para aprender de las suyas? ¿Para entenderlos? ¿Para apreciarlos en cualquier caso?
Siendo sincero, tendría que responder afirmativamente a todas esas cuestiones que me planteo. Así habría menos tiranteces y más paz, opiniones diversas y respeto, encuentros y amables desencuentros, ofertas e intercambio de ideas, y tal vez nuevas convicciones o disolución de malos entendidos.
Ese talante no es el habitual en nuestro país, por lo que necesitaríamos entrenamiento y sufriríamos errores, pero sería un bonito camino a emprender o reemprender. Seguro que se lograría un mayor amor a la verdad, a la libertad y, sobre todo, a las personas.
Podríamos iniciarnos en aquello que pedía Luther King: después de afirmar que habíamos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, decía que necesitamos asimilar el sencillo arte de vivir juntos como hermanos.
En repetidas ocasiones, oí al fundador del Opus Dei estos verbos en los que desearía serle fiel: escuchar, aprender, comprender, perdonar, disculpar, convivir. ¡Ah!, y también en santificar mi trabajo.
Pablo Cabellos. Sacerdote
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