La Reina puede opinar sobre cuestiones morales sin faltar a sus deberes
Gaceta de los Negocios
Varios son los aspectos controvertidos suscitados por las opiniones declaradas por la Reina en el libro de Pilar Urbano, y van desde la elección de la destinataria, hasta algunas reacciones desmesuradas, pasando por la actitud de los responsables de la Casa Real, con sus autorizaciones previas y desmentidos posteriores.
Cuando ya parece que va disipándose la polvareda, podemos fijar la atención sobre lo esencial. Y esto, si no me equivoco, consiste en dos cuestiones fundamentales. La primera es si la Reina debe o no opinar sobre los asuntos sobre los que se ha pronunciado. La segunda, si lo ha hecho con acierto. La verdad es que lo que ha resultado controvertido ha sido, salvo alguna excepción, sus juicios sobre el aborto, la eutanasia, el matrimonio entre personas del mismo sexo y la necesidad de que las leyes civiles respeten las leyes naturales.
La Reina no es una ciudadana más, pero no ejerce ninguna función constitucional. Por lo demás, la función moderadora que la Norma Fundamental asigna al titular de la Corona, que no a su cónyuge, no entraña la neutralidad política, concepto problemático, si es que posible, ni la asunción del silencio.
La Reina, pues, puede opinar sobre cuestiones morales sin faltar a ninguno de sus deberes. Pienso que, además, debe hacerlo, si es que cabe esperar de la Familia Real alguna forma de ejemplaridad. Tiene, pues, derecho a hacerlo, y es además razonable y prudente. Todo parece revelar, sin embargo, que la polémica no ha procedido de este aspecto previo sino más bien del contenido de los juicios emitidos.
Si sus opiniones hubieran coincidido con la vacua vulgata progre y con los vagidos inarticulados de la corrección política, todo habrían sido loas y parabienes. Pero la Reina, al menos en las cuestiones más arriba citadas, se ha limitado a formular unas pocas verdades esenciales. No se puede quitar la vida a los seres humanos no nacidos, ni a los ancianos o enfermos, ni se debe calificar como matrimonio a uniones de otro tipo, respetables y aceptadas por la ley, pero que no son matrimonio, y las leyes civiles no deben vulnerar los preceptos de las leyes naturales, es decir, de las leyes morales.
Todo irreprochable y verdadero. Ahí reside el problema. No en que la Reina declare sus opiniones, sino en que lo que diga sea un puñado de antiguas verdades que incomoda a algunos, demasiados pero acaso sólo una gran minoría, que mete mucho ruido. Estos juicios, por lo demás, aunque poseen naturalmente consecuencias políticas, no son opiniones políticas sino morales. Es esta una distinción que no siempre se hace con la debida pulcritud. Las leyes democráticas no determinan lo que está bien o mal en el orden moral. Lo que se refiere a los fundamentos prepolíticos del orden legal no puede relegarse al ámbito de lo que queda sometido a las disputas partidistas ni a las determinaciones jurídicas.
El problema consiste en que los principios morales, aunque no deban convertirse sin más en normas legales, no pueden ser vulnerados por las leyes. Por lo demás, estos principios fundamentales están incluidos dentro de la protección que la Constitución otorga al derecho a la vida. Defenderlos no es sino defender la Constitución. Algo que, por lo tanto, está sustraído a las disputas políticas, al menos mientras no se reforme la Carta Magna. Pretender que una persona, incluso la Reina, no pueda exponer públicamente sus criterios y principios morales no es pretensión razonable. Por otra parte, es poco juicioso que alguien esté obligado a guardar silencio o a exhibir neutralidad ante las agresiones a la vida humana, a la dignidad de la persona o a la libertad.
En conclusión, podía hacerlo, lo ha hecho y lo ha hecho muy bien. Tampoco cabe extrañarse del contenido de sus juicios, pero no por su edad ni por sus creencias religiosas, sino por tratarse de una persona prudente e instruida. Sólo cabe esperar que las sabias palabras de la Reina sean acogidas y pensadas por la mayoría de los españoles y que, cuando se disipen el ruido y el barullo, la polvareda y el griterío, se escuchen esas pocas y grandes verdades esenciales.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho