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Hipócrates, antes de Cristo, ya veía que el aborto no es salud sino homicidio.
Amar a todas las personas es el núcleo mismo de la vida cristiana. Es nuestro distintivo, la invitación, el mandato imperativo de Cristo.
Pero el amor es ordenado. Amamos a todos, pero empezando por los más próximos, los familiares, los amigos, los compañeros, y como las olas circulares que se van creando tras caer una piedra en el agua iremos ampliando a más y más. Amamos a las personas, como tales, reconociendo su dignidad, sin sumergirnos en una entrega a una genérica humanidad.
Casi todas las ideologías y los personajes que han amado por encima de todo a la humanidad se han convertido en verdugos de las personas, o, como mínimo, han permanecido indiferentes a sus necesidades, preocupaciones, sufrimientos. Y, al final, han destrozado a la propia humanidad.
Este amor, por ser ordenado, otorga un lugar prioritario al más débil, al más necesitado. Por ello es tan importante acudir en ayuda de las personas del Tercer, del Cuarto Mundo. Y de muchos otros a quienes las estadísticas y rankings no incluyen entre los necesitados materiales pero que sufren tanto como ellos.
¡Cuántos ancianos no sujetos a graves estrecheces materiales padecen el dolor de la soledad!. Y de manera similar cuántos niños sin cariño por su familia rota, cuántos enfermos olvidados o mujeres maltratadas, cuántos marginados por la incomprensión, cuántos inmigrantes sin nadie que les atienda o les dé su amistad. El sufrimiento moral es a menudo superior al físico.
Asistir al débil, sea cual fuere la faceta o vertiente de su debilidad, formará parte de las prioridades de un cristiano consciente y consecuente, que contribuirá a paliar el mal de acuerdo con sus posibilidades.
En unos casos la atención al necesitado será directa, personal. En otros, ayudando a instituciones que se encargan de ello. Y no puede faltar la lucha para un mundo más justo, por unas estructuras, unas leyes, que faciliten un mayor respeto a la dignidad de la persona humana.
Son muchos los débiles del planeta, también de este Primer Mundo, de este país, pero ninguno tan indefenso como el niño todavía no nacido, aún en el seno de su madre. Y, sin embargo, su eliminación se ha convertido en una práctica habitual, en la mayor de las plagas del mundo occidental. El aborto causa más muertes que ninguna guerra.
En España ya supera los 100.000 al año. En nuestra sociedad está instalada la injusticia máxima del aborto.
La gravedad se acentúa al haberlo convertido en legal, presentado como un derecho de la mujer. Se aplaude e incluso muchos lo consideran progresista. Han convertido en ley y presentan como avance lo que sólo es una locura irracional.
Por si fuera poco, entre las prioridades del Gobierno español está la ampliación del aborto. También el tripartito catalán está en la misma línea. Ya era vergonzosa, indigna, la ley que hasta ahora permitía la interrupción del embarazo con algunas restricciones, aunque era sistemáticamente incumplida mientras las autoridades miraban hacia otro lado.
Por si no les bastara ahora quieren su ampliación, la liberalización prácticamente total. Poderosos grupos presionan para lograrlo.
En la misma línea de proyectos gubernamentales está abrir la vía de la eutanasia, el suicidio asistido. Otro paso más para eliminar a los débiles. Ya lo hicieron los nazis. Nueva vuelta de tuerca contra la dignidad de la persona aunque lo presenten como muerte digna.
No es una cuestión únicamente cristiana. Hipócrates, cuatro siglos antes de Cristo, ya tenía claro que el aborto no tiene que ver con la salud, sino con el homicidio.
Lo que cabe preguntarse es si los cristianos, si cualquier persona de buena voluntad puede permanecer indiferente, pasivo, ante esta enorme injusticia del aborto y ante los planes de quienes quieren ampliarlo. Ante los que quieren introducir la eutanasia. Ante la cultura de la muerte.
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