ABC
La vida humana se materializa en la de cada ser humano que viene a este mundo. Naturalmente, la referencia a la vida humana puede desbordar lo estrictamente biológico. Pero, el conocimiento de la Biología de nuestra especie, extraordinariamente enriquecido por el avance de la Ciencia actual, resulta esencial igualmente para su valoración.
Digo valoración, porque el verdadero progreso no supone otra cosa que asentar el valor de la persona, la dignidad de todos y cada uno de los individuos que integramos la familia humana. La especie humana es la única especie biológica dotada de inteligencia, capaz de reflexión y, por tanto, susceptible de un comportamiento ético.
La profundización en el ser biológico del hombre es esencial para nuestro conocimiento de la naturaleza, así como fundamento de la Medicina avanzada de la que hoy podemos disfrutar. Pero, los hechos demostrados y las teorías que los pretenden explicar e interpretar, son fácilmente distorsionados, por parte de algunos. No faltan quienes, con una visión reduccionista, pretenden que la nueva información biológica rompe o modifica los criterios de valor, establecidos a lo largo de tantos siglos.
He aquí la primera amenaza, desproveer al hombre de lo esencial de su naturaleza. Cuando se asume que, a determinadas especies de simios se les deben reconocer derechos humanos, ya que su genoma puede tener más de un 98 por ciento de homología con el genoma humano, se incurre en una notable simplificación argumental. En muchos casos, cabe dudar de que quienes lo proponen sepan tan si quiera lo que significa la homología genética. ¿Acaso tendría sentido señalar que el ratón es un ser humano al 90 por ciento, porque su genoma muestra ese porcentaje de homología con el nuestro? Y, ¿qué hacer con muchos microbios que pueden llegar al 30 por ciento de homología con el genoma humano, tal vez reclamar para ellos el 30 por ciento de los derechos humanos?
Aunque la evolución biológica, en sus grandes patrones de emergencia de las especies, no sea demostrable experimentalmente, no cabe duda de que toda la información científica sí demuestra que la especie humana comparte los esquemas generales de la organización de los seres vivos y su evolución. Pero, igualmente prueba que constituye una especie diferenciada de las demás, la única dotada de inteligencia, de capacidad de prever las consecuencias de sus actos, y de elegir entre alternativas en función de su valor moral.
La pregunta básica del ser humano, sobre el sentido de su existencia, ha tenido y seguirá teniendo respuestas variadas, porque la libertad para pensar, otra característica única, llevará a ello. Pero, los nuevos hallazgos de la Biología no se pueden invocar como axiomáticos para desproveer a la vida humana de su dignidad intrínseca.
Frente a los planteamientos bioéticos que pretenden acabar con la especial valoración de la vida humana -para Singer es hora de suprimir la idea de que la vida humana es sagrada- o frente a quienes, desde un pensamiento débil, buscan reducir toda realidad a la interpretación que de ella se quiera hacer, es preciso seguir llamando la atención sobre cómo el conocimiento científico puede reforzar la apuesta por el hombre, por la dignidad de todos los individuos que integran la especie.
La vida de cada uno tiene un comienzo y un final. A lo largo de la Historia, la interpretación de lo que ocurre en estas dos situaciones ha carecido con frecuencia de una base biológica sólida, que pudiera servir como punto de referencia para su valoración ética. Una valoración que exige dar el salto a ese contexto de valores, pero que no puede prescindir de la observación objetiva de la realidad.
El comienzo de la vida de cada individuo de la especie humana -hoy bien lo sabemos- se produce con la fecundación de los gametos, óvulo y espermatozoide para dar el cigoto; es algo que no podía estar claro cuando ni siquiera se conocía la realidad de la célula, ni mucho menos de los componentes que la integran y del programa que dirige su desarrollo.
Pero, los avances científicos, desde el siglo XIX, especialmente en las últimas décadas, van perfilando un conjunto de datos que no se puede ignorar. Desde la concepción se va configurando el destino biológico del nuevo individuo. Su desarrollo embrionario supone, desde los primeros instantes, la activación de un programa -específico y único- con la expresión de genes, con la asociación funcional de sus productos (proteínas), con la especificación de compartimentos que determinan un patrón de desarrollo, y con la activación del programa de diálogo biológico con la madre que lo habrá de gestar.
En medio de este conjunto de datos, tan sugerente y demostrativo de que el desarrollo comienza con la concepción y sólo terminará con la muerte, resulta difícil encontrar justificación a los esfuerzos de algunos por identificar estadios intermedios. Entre ellos están los de definir la sustantividad o suficiencia constitucional, como acontecimientos dentro del desarrollo embrionario humano, que deben modificar la valoración ética de la vida de quien va a nacer.
El problema es que la cuestión desborda lo que puede ser una mera discusión filosófica, para condicionar leyes y normas de convivencia. Sabido es que muchas sociedades occidentales han aceptado el aborto provocado como una opción de la propia mujer, como si la vida del nasciturus que se desarrolla en su seno fuera totalmente disponible a su decisión, al menos en algunas etapas de la gestación.
La aplicación -sin duda, delictiva pero relativamente fácil- en nuestro país de leyes despenalizadoras, que ha llevado a las trituradoras a fetos de siete meses de gestación, despierta una profunda sensación de horror. Importa mucho, por tanto, señalar que la defensa de la vida del ser humano representa un auténtico imperativo de la especie. Las leyes abortistas, por muy establecidas que puedan estar en algunos estados, siguen sin contar con el consenso general, somos muchos los que nos oponemos.
La evolución cultural, y el desarrollo de la técnica, nos muestran que el hombre tiene una especial responsabilidad con la naturaleza. Esa responsabilidad comienza con su propia vida, como especie. No se trata de insistir en persecuciones penales, sino de encontrar un nuevo espacio de diálogo, para una mayoría social. Los que compartimos la idea de que la mujer que decide destruir al nuevo ser que lleva en su seno vive una auténtica tragedia. O la de quienes creemos que acabar deliberadamente con la vida humana, aceptando la eutanasia, supone un auténtico fracaso del progreso que hemos podido alcanzar. Los datos científicos cada vez nos ayudan mejor a definir la vida humana, su desarrollo, su comienzo y su (inevitable) final natural. Reforzar su valoración y conjurar sus amenazas es nuestra responsabilidad, como seres dotados de libertad.
César Nombela, Catedrático de la Universidad Complutense
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