ABC
¡Qué grande es la humildad! Se nota en el señorío, en la elegancia, el saber estar y decir. No es cosa de ricos o pobres. Es de señores. De hombres y de mujeres con una dignidad que es para descubrirse. No cuenta el dinero, ni los títulos, ni el linaje, sino en la persona y su mérito.
Aunque parezca que se dan de tortas, son compañeros inseparables. Sin la modestia, el señorío es arrogancia y ridícula apariencia de títulos que no se tienen, porque de ellos sólo pueden hacerse acreedores los humildes, los que son señores de sí mismos y servidores de los demás. Que esto es ser humilde: en mi lugar, pero Dios y los demás siempre delante. Que os tire lo humilde, procurando siempre el bien de todos y sin devolver mal por mal. Es lo que quería San Pablo.
La humildad es noble y grande de hartura. Lo quiere todo. No se contenta con menos. En cuerpo y alma. A lo grande. Así valora Dios la humildad de esta mujer, pobre y sencilla, María de Nazaret. Pero, al oír el discurso en las situaciones y actitudes que pueden hacer felices a las personas, es decir las bienaventuranzas evangélicas y cristianas, muchos se desternillan de tanto reír. A otros les parece un sarcasmo insoportable. Así que van a ser felices y dichosos los pobres, los que pasan hambre, los que tienen el corazón estrujado por el dolor, los que tienen rota el alma de soportar tanta injusticia, los que lloran y padecen persecución... Un poco de seriedad, por favor, nos dicen con reproche.
Con todo esto de la memoria histórica, han regresado, casi como capítulos ya olvidados, los sofocones que tuve que pasar en los tiempos, no lejanos, en que me ocupaba, por oficio, del tema de las celebraciones del quinto centenario del descubrimiento y evangelización de América. Hablaba una y otra vez de los archivos de Simancas y de Indias, de documentos y hechos contrastados. No había manera. Ni interesaba el documento ni mucho menos el archivo que lo guardada. La leyenda, negra por supuesto, los dichos y las emotividades superaban cualquier intento de objetividad. Se quería demostrar más la idea a defender que lo que fuera la historia.
Este es el mejor y más vivo de los documentos que podemos exhibir como garantía de los enormes valores de la humildad: la vida de la Virgen María. Bienaventurados los humildes, los sencillos, los pobres, los que buscan la paz, los que tienen un corazón lleno de misericordia... ¿Cómo pueden ser felices los que nada tienen? Miramos a la Santísima Virgen María, enaltecida en cuerpo y alma y asunta a los cielos y, no sólo lo comprendemos, sino que su vida y sus comportamientos, con Dios y con los hombres, son ejemplo que nos conmueve y arrastra.
Así, a lo grande. Los cristianos no podemos vivir en un continuo lamento, ni considerarnos como víctimas, injustamente tratados. Queremos ser reconocidos como testigos de Jesucristo, como gente de fe, llevando las cargas y las heridas, pero con la dignidad de los hijos de Dios, de los que se fían de Dios con todas las consecuencias.
Los tiempos en que vivimos, se nos dice, no son para alegrías ni para tirar cohetes de la fiesta. Los días de crisis o de bonanza están condicionados por la bolsa (la de las cotizaciones) y el euribor. Su felicidad, querido amigo, depende de los precios del petróleo. Esta dictadura de lo económico nos tiene un tanto desconcertados y muy al borde de hipotecar (¡No miente la palabra, por favor!) gran parte de libertad de ser feliz, pues equivaldría poco menos que a pensar que la dicha está vedada a los económicamente débiles. Ni lo uno ni lo otro. Que ni todos los ricos son completamente felices, ni todos los pobres tienen forzosamente la desdicha por inseparable compañera de viaje.
La culpa no la tiene la economía ni sus altibajos, sino el centrarlo todo y sólo en el dinero que se tenga o del poco del que se puede disponer. Situar el primer puesto en la escala de la felicidad al dinero, es un señuelo muy peligroso y se puede llegar a lo que confesaba aquel buen y forrado señor: soy tan pobre, y tan triste, que solamente tengo dinero. En el otro extremo se encuentra el santo al estilo del de Asís: soy tan pobre, y tan alegre, que solamente tengo a Dios. Nos quedamos con el segundo, pero reconociendo que, aparte de la vocación a la que cada uno esté llamado, el fruto de la felicidad necesariamente estriba en sentirse bien con uno mismo, con los demás y con Dios.
Enhorabuena, porque has hecho caso a Dios. Ya verás como Él cumple lo que promete. La glorificación de María es una buena prueba de ello. ¡Qué cosa más grande! Los humildes, los primeros. Claro, los que tienen que cargar con el sufrimiento de la enfermedad y hasta el de la injusticia, pasando por tantas circunstancias adversas, que producen un estado de infelicidad. El compromiso humilde de nuestra fe es evidente. Primero, que jamás seamos los culpables de esas cruces. Más bien, promotores de la justicia, de la caridad, de la comprensión, del apoyo a toda obra buena, dispuestos a ser cirineos de los agobiados por el peso de sus cruces. Es imposible desterrarlas, pero siempre será posible hacerlas un poco más llevaderas, a base de justicia y de amor fraterno.
Se habla del acoso a la Iglesia católica, de limitación de derechos, del incumplimiento de acuerdos, de burdas agresiones a los sentimientos religiosos... Lo cual es cierto y hasta podemos sentirnos molestos los católicos. Ahora bien, lo nuestro no es un conformismo llorón de victimismo, acoso y derribo, sino la comparecencia firme y clara del testigo, del mártir, de quien confiesa su fe abierta y llanamente, sin presunción y con mucha humildad, pero con fortaleza y sin ambigüedades.
Me gusta repetir lo que Benedicto XVI nos dijo en los primeros días de su elección como Papa: los cristianos no viven en la nostalgia del pasado ni tienen miedo al futuro. No imponen su fe, pero la ofrecen, caminando por este mundo entre las dificultades que ponemos los hombres y los consuelos de Dios. Estos son nuestros días y nuestro tiempo. Hay que llenarlo de esperanza. Y además, como quería San Pedro, con bondad y respeto.
Es que la Iglesia y los cristianos no existen para claudicar ante las dificultades, sino para empeñarse en llenarlo todo de la eficacia del buen hacer de Cristo. La tentación de lo insólito, de lo maravilloso, de lo espectacular y de la eficacia del poder, siempre está al acecho, para hacer que se olviden las acciones de Dios, que se realizan en la humildad. Ni incomprendidos ni marginados, sino perseverantes en el bien y humildes en el servicio.
Fiesta grande ésta de la asunción de la Virgen María en cuerpo y alma al cielo. En la exaltación de la humildad y de la sencillez, de la esperanza y de la alegría. Que se lo digan si no a todos esos pueblos y ciudades que hoy se visten con los mejores recuerdos y vivencias de su fe cristiana. Si se trata de honrar a la Virgen María, a lo grande. Que todo parece poco, si es para enaltecer a la mujer más humilde. Y, entre todas las mujeres, la más bendecida por Dios.
Carlos Amigo Vallejo, Cardenal arzobispo de Sevilla
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