y todo el pueblo cristiano, agradeceríamos justicia con el delincuente y justicia con la inmensa mayoría que se entrega oscura y silenciosamente como la lamparilla que se consume ante el sagrario.
Levante-EMV
Un solo caso de pederastia ya es mucho. Por ello, Juan Pablo II solicitó perdón, lo ha vuelto a hacer Benedicto XVI con palabras claras, firmes y repletas de dolor; y se han tomado medidas, tal vez algo tardías. Ha habido reacciones para todos los gustos. Algunos han afirmado que las palabras del Papa en EE UU son un barniz, otros han ido a por el celibato sacerdotal y, seguramente, a los más les han parecido atinadas.
Pero me parece claro que unos cuantos han vuelto a revolver el río para arrojar cieno sobre el sacerdocio católico. Se ha repetido la experiencia evangélica: «Hemos tocado para vosotros y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis hecho duelo. Porque ha venido Juan que no come ni bebe, y dicen: tiene un demonio. Ha venido el Hijo del Hombre que come y bebe, y dicen: mirad un hombre comilón, amigo de publicanos y pecadores».
Un solo caso es mucho pero, con sus errores, la mayoría de los sacerdotes del mundo es fiel a su vocación de servicio a Dios y a las gentes, en una tarea nada fácil. Pienso en tantos curas heroicos de los pueblos perdidos, y en aquellos, quizá un tanto solos, en el fragor de las grandes ciudades. Unos y otros agarrándose a Dios, porque sin Él nada podemos hacer en una tarea que nos excede por los cuatro costados: con muchas limitaciones, hemos de hacer presente a Cristo, cabeza de la Iglesia, que infunde fuerza, luz, impulso, a los miembros de su cuerpo.
Un solo caso es mucho, porque hemos sido extraídos de entre los hombres, y constituidos en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; pudiendo compadecernos de los ignorantes y extraviados, ya que nosotros mismos estamos rodeados de debilidad. Así reza la Carta a los Hebreos. Y puede leerse en la primera a los Corintios: constituidos en ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios, lo que se nos pide es fidelidad. Por eso, necesitamos del cariño y apoyo del pueblo de Dios. Esa cercanía requiere mucha humanidad, bastante comprensión y un mínimo de buena voluntad y conocimiento del sacerdocio cristiano. Y, por supuesto, una noción clara de Jesucristo y su evangelio.
Un solo caso es mucho, porque un niño merece el delicado cuidado y respeto de todos, desde el seno de su madre hasta que marcha de este mundo, normalmente en la ancianidad. Y el sacerdote está para acompañarlo en sus necesidades materiales y espirituales, está para sufrir y gozar con todos, está para honrar a los que no le honran, está para hacerse todo para todos, como decía san Pablo. Nadie tiene derecho a este don, nadie ha de arrogarse este oficio. Por eso la Iglesia pone empeño en llamar a hombres idóneos, capaces -como decía el cura de Ars- de ser el amor del Corazón de Jesús entre los hombres. Por eso, exclamó san Agustín con firmeza: al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo; lo que no contradice esta otra afirmación del santo de Ars: «Si se comprendiese bien al sacerdote en la tierra se moriría no de pavor, sino de amor». En efecto, se puede aplicar aquí aquello que Dios dice a su pueblo: tu miseria es tuya, Israel; tu fuerza soy yo.
Un solo caso es mucho, pero en EE UU hay miles y miles de sacerdotes fieles, como sucede en el resto del mundo. Los sacerdotes, y todo el pueblo cristiano, agradeceríamos justicia con el delincuente y justicia con la inmensa mayoría que se entrega oscura y silenciosamente como la lamparilla que se consume ante el sagrario.
Refiriéndose a que el sacerdote presta su ser a Cristo para consagrar o perdonar, afirmaba san Josemaría: «En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdocio. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de relejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor».
Pablo Cabellos es Sacerdote. Doctor en Derecho Canónico y en Ciencias de la Educación.