en una sociedad con ciudadanos de diversas creencias deberíamos aprender a vivir también esos minutos de silencio que aunan a todos en el recuerdo de quienes han fallecido
Gaceta de los Negocios
Este fin de semana tuve ocasión de acudir al congreso anual de la Society for the Advancement of American Philosophy que se reunía en la Universidad del Estado de Michigan. No había comenzado todavía a apuntar la primavera en East Lansing; los árboles estaban totalmente pelados, había montones enormes de nieve sucia junto a los caminos y, sobre todo, hacía un frío notable, que parecía no afectar a los estudiantes que deambulaban con manga corta y en chancletas, encantados de que ya no hiciera 15 o 20 grados bajo cero como unas pocas semanas atrás.
Se trata de la típica universidad americana que hemos visto en tantas películas, con un estadio más grande que el de muchos equipos españoles de Primera y con estudiantes como los que aparecen en el cine o la televisión. Admiro a la sociedad norteamericana como un ejemplo formidable con luces y sombras de convivencia de personas de tradiciones muy diversas, de amabilidad habitual en el desempeño de los trabajos que tienen relación con los demás y de amor a la libertad personal. Como estoy persuadido de que podemos aprender mucho de ellos, siempre que tengo ocasión de viajar a los EEUU presto especial atención a los aspectos de su vida que más contrastan con los nuestros.
En esta ocasión llamó mucho mi atención el que al término de dos de las reuniones quien presidía nos invitó a guardar unos momentos de silencio puestos todos en pie por los colegas fallecidos a lo largo del último año, a los que recordó uno a uno brevemente. En aquel silencio compartido se palpaba una honda emoción y una afectuosa solidaridad con quienes ya nos habían dejado. Lamentablemente, cuando en nuestro país se convoca un minuto de silencio es casi siempre para condenar un asesinato. Tenemos poca costumbre de hacer esos silencios compartidos, quizá porque nuestra tradición católica es de funerales por los difuntos. Sin embargo, en una sociedad con ciudadanos de diversas creencias deberíamos aprender a vivir también esos minutos de silencio que aunan a todos en el recuerdo de quienes han fallecido.
Hace tres meses, una filósofa que trabaja para un organismo de las Naciones Unidas en Latinoamérica me hizo llegar una circular en la que se daban instrucciones para guardar un minuto de silencio. No me resisto a transcribirla: "Para honrar la memoria de nuestros colegas que han perdido la vida en Argel, el Secretario General ha solicitado que todo el Sistema de la ONU observe un minuto de silencio el lunes 17 de diciembre de 2007, a las 10 de la mañana hora local en todos los sitios donde haya una presencia de la ONU. Los funcionarios pueden observar este momento de silencio individualmente en sus escritorios o colectivamente, dependiendo de las disposiciones que se tomen en la oficina en cuestión". En una primera lectura me resultó cómico que los funcionarios pudieran adherirse a ese minuto de silencio sin moverse de su mesa de trabajo. Después me pareció patético, ya que daba la impresión de que quienes lideran esa organización no estaban dispuestos a reunirse unos minutos para honrar la memoria de sus colegas.
Quizás en nuestra sociedad tendríamos que aprender a hacer minutos de silencio. Quienes tenemos fe solemos aprovecharlos para rezar por quienes han fallecido y también por quienes los han perpetrado para que se arrepientan de sus violencias. Para quienes no tienen fe, esos instantes de silencio les adentran misteriosamente en el más allá.
Jaime Nubiola es profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra