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Toda persona necesita una esperanza que le ayude a afrontar el presente. Benedicto XVI aborda en su segunda encíclica un tema clásico del cristianismo, pero lo confronta con las respuestas que la filosofía y la política han dado a la necesidad humana de esperanza. El resultado es un texto culto pero comprensible, que ofrece el mejor remedio para combatir el vacío de sentido que parece caracterizar a una parte del mundo contemporáneo.
De la segunda encíclica de Benedicto XVI se tuvo noticia cuando ya estaba en fase de traducción. Se ha sabido ahora que el Papa empezó a escribirla después de Pascua y que dedicó a su redacción buena parte del verano. Si todos los textos del Papa son personales, se podría decir que éste lo es de modo especial. Spe salvi contiene numerosas citas bíblicas, patrísticas, filosóficas e incluso literarias. En este caso, contrariamente a lo habitual, las referencias al Magisterio de la Iglesia son pocas y todas proceden del Catecismo de la Iglesia católica.
La fe es esperanza
El tema elegido parece demostrar la intención del Papa de centrarse en los aspectos esenciales. Después de su primera encíclica sobre la caridad, tal vez quepa esperar en el futuro una tercera sobre la fe, de modo que se pueda cerrar así una trilogía sobre las virtudes teologales.
En todo caso, no hace falta esperar. Ya en la primera encíclica hablaba de la fe en un Dios que es caridad; ahora, una de las claves de la nueva encíclica es precisamente la conexión que establece entre fe y esperanza. La fe es esperanza, dice el Papa, haciéndose eco de la tradición bíblica, en la que con frecuencia ambos términos son intercambiables. En realidad, afirma más adelante, la actual crisis de fe es crisis de esperanza.
La encíclica toma su título de la frase de san Pablo a los romanos (8, 24): Spe salvi facti sumus, hemos sido salvados por la esperanza. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino.
Esa meta es la salvación eterna. La fe cristiana no es solo comunicación de cosas sino una comunicación que cambia la vida. Usando términos de la filosofía del lenguaje, el Papa afirma que el mensaje cristiano no es solo informativo sino performativo.
Un encuentro que transforma
Para los primeros cristianos, esa esperanza producía en sus vidas un cambio radical. Sin embargo, para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible.
Para ayudar a comprender lo que significa ese impacto, el Papa cita el caso de santa Josefina Bakhita, nacida en Darfur (Sudán) en torno a 1869 y vendida como esclava cuando tenía nueve años. Después de muchas y difíciles vicisitudes, llega a una familia italiana y allí descubre que existe otro amo por encima de todos los señores. En este momento tuvo esperanza; no sólo la pequeña esperanza de encontrar amos menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue redimida, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios.
El Papa añade que el cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco, que fracasó en su lucha contra el imperio romano. Jesús no era Espartaco, no era un combatiente por una liberación política como Barrabás o Bar-Kokebá. Lo que Jesús había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente distinto: el encuentro con el Señor de todos los señores, el encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transforma desde dentro la vida y el mundo.
Prueba de lo que no se ve
El Papa profundiza en la conexión entre fe y esperanza por medio de la exégesis de algunos pasajes del Nuevo Testamento. La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una prueba de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro todavía-no. El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras.
Como es habitual en los textos del Papa, esas consideraciones no pretenden ser sólo una reflexión más o menos académica, sino una invitación al examen de conciencia. Es el momento de preguntarnos ahora de manera explícita: la fe cristiana ¿es también para nosotros ahora una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida? ¿Es para nosotros performativa, un mensaje que plasma de modo nuevo la vida misma, o es ya sólo información que, mientras tanto, hemos dejado arrinconada y nos parece superada por informaciones más recientes?.
Significado de vida eterna
Entre las preguntas que el sacerdote hace a los padres durante el rito del bautismo figuran ¿Qué pedís a la Iglesia?; la respuesta es: La fe. Y más adelante: ¿Qué te da la fe?. La vida eterna. El bautismo no es simplemente un acto de socialización. Los padres esperan algo más para el bautizando: esperan que la fe (...) le dé la vida, la vida eterna. La fe es la sustancia de la esperanza.
El problema es que tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. La misma expresión vida eterna, observa el Papa, es por necesidad algo insuficiente, crea confusión. Eterno suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; vida nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos.
Para intentar vislumbrar el significado de vida eterna, los hombres podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo el antes y el después ya no existe.
Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría (16, 22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo.
Sucedáneos de la esperanza
En el núcleo de la encíclica está el análisis que el Papa hace de cómo la esperanza cristiana fue reemplazada en la época moderna por la esperanza en el reino del hombre. Hasta ese momento, la recuperación de lo que el hombre había perdido al ser expulsado del paraíso terrenal se esperaba de la fe en Jesucristo, y en esto se veía la redención. Ahora, esta redención, el restablecimiento del paraíso perdido, ya no se espera de la fe, sino de la correlación recién descubierta entre ciencia y praxis.
No es que se niegue la fe, pero se la desplaza al nivel de las realidades exclusivamente privadas, al tiempo que resulta en cierto modo irrelevante para el mundo. Esta visión programática ha determinado el proceso de los tiempos modernos e influye también en la crisis actual de la fe que, en sus aspectos concretos, es sobre todo una crisis de la esperanza cristiana. La esperanza recibe una nueva forma. Ahora se llama: fe en el progreso. La esperanza de un mundo perfecto que parecía poder alcanzarse gracias a la ciencia y a una política fundada científicamente.
Dentro de la idea de progreso, hay dos categorías que ocupan cada vez más el centro: razón y libertad, conceptos en los que hay también un aspecto político, que se manifiesta esencialmente en dos etapas. La primera es la revolución francesa y la Ilustración, que pretendía suplantar la fe de la Iglesia con una fe solo racional; y la segunda es el marxismo y la revolución proletaria, que pretendía un mundo nuevo gracias al cambio de estructuras.
Marx fascinó y fascina todavía hoy, gracias a la agudeza de sus análisis y a la clara indicación de los instrumentos para el cambio radical. Pero cometió un error profundo. Olvidó que el hombre es siempre hombre. Olvidó al hombre y olvidó su libertad. Olvidó que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es sólo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo sólo desde fuera, creando condiciones económicas favorables.
Autocrítica de la modernidad
El fracaso de las utopías modernas impone volver a pensar las cosas. Es preciso una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos tienen que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle.
Es necesario que junto con esa autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces. El cristianismo moderno, en efecto, se ha reducido con frecuencia o se ha resignado a aceptar el papel de religión privada, portadora de un anuncio de salvación individual.
El Papa no tiene una visión negativa ni de la ciencia ni del progreso. El problema es que el progreso, en malas manos, puede convertirse, y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal. De ahí que si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior, no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo. Del mismo modo, la razón debe abrirse a las fuerzas salvadoras de la fe, al discernimiento entre el bien y el mal.
Visto el desarrollo de la edad moderna, la conclusión es que el hombre necesita a Dios; de lo contrario queda sin esperanza. El hombre no puede ser redimido por una estructura externa. No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor, por el amor incondicionado de Dios.
Lugares para aprender la esperanza
El Papa indica cuatro lugares en los que la esperanza se puede aprender y ejercitar. El primero es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar, Él puede ayudarme. Como ejemplo, recuerda la experiencia del cardenal vietnamita Nguyen Van Thuan, que pasó trece años de cárcel, nueve de ellos en aislamiento.
Otros lugares son el obrar humano y el sufrimiento. También aquí recuerda a un vietnamita, el mártir Pablo Le-Bao-Thin (1857), que escribía: En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo. El Papa afirma que la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre.
También la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en definitiva, cuando mi bienestar, mi incolumidad, es más importante que la verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reinan la violencia y la mentira.
Juicio final
Particularmente sugestivos son los pasajes que el Papa dedica al Juicio final como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza. Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios.
El Papa señala que en la época moderna la idea del Juicio final se ha desvaído. La incomprensión de lo que significa el Juicio final se muestra en el ateísmo de los siglos XIX y XX, y su pretensión de establecer justicia en el mundo: Puesto que no hay un Dios que crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia. De esa premisa, sin embargo, han derivado las más grandes crueldades y violaciones de la justicia.
La fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre está hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
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