La objeción de conciencia puede ser invocada tanto por los padres de alumnos como por los profesores
La Gaceta de los Negocios
Treinta asociaciones, al menos, defienden la objeción de conciencia contra la nueva asignatura de educación para la ciudadanía. Aducen para ello 10 razones principales, entre ellas, la intromisión ilegítima del Estado en la formación moral de los alumnos, la exclusión de las tradiciones religiosas, la trascendencia y la existencia de Dios, el abuso de las emociones y los afectos de los alumnos, la inadecuada promoción de una democracia escolar, la imposición de la ideología de género y la no admisión de la existencia objetiva de la verdad y del bien. El ejercicio de la objeción de conciencia puede ser realizado tanto por los padres de alumnos como por los profesores. No faltan entre los obligados a impartirla quienes se oponen a ella por razones jurídicas, morales y profesionales.
El Estado tiene la obligación de velar por la educación de las personas y de cuidar de la formación de buenos ciudadanos, pero carece del derecho a educar. Los titulares del derecho a la educación son los alumnos y, por representación, los padres. El Estado es sólo el garante del ejercicio del derecho a recibir una educación conforme a sus principios y valores, dentro del marco de la Constitución y de las leyes. Pero carece del derecho a educar y, por lo tanto, a determinar la orientación moral de la educación que se imparte. Por supuesto, también en los centros públicos, cuya titularidad no es del Gobierno, sino de los ciudadanos.
La nueva asignatura es innecesaria e inconveniente; probablemente, también inconstitucional. No es necesaria porque no se precisa de una asignatura especial para formar buenos ciudadanos. Por lo demás, es mucho más eficaz la ejemplaridad personal que la existencia de una asignatura específica. ¿Es que acaso hasta ahora no se ha intentado formar buenos ciudadanos? Más valdría restaurar la disciplina escolar, promover la laboriosidad y la excelencia y recuperar la exigencia y la valoración del esfuerzo y el mérito, que diseñar experimentos de ingeniería moral y aspirar a modelar la conciencia moral de los estudiantes. Además, plantear una asignatura de esta naturaleza entraña la previa contestación a la pregunta acerca de en qué consiste ser un buen ciudadano. Y no es posible contestar a esta pregunta sin apelar a unos determinados valores. Pero la determinación y concreción de estos valores sólo puede ser asunto de la ética. Por lo tanto, la asignatura entraña, en sí misma, la asunción de una determinada moral ¿Cuál? ¿Pueden el Gobierno o una mayoría parlamentaria determinarlo legítimamente? La respuesta sólo puede ser negativa. Naturalmente, muchos de sus contenidos pueden ser razonables y necesarios, mas no exigen la creación de una nueva asignatura, sino que pueden ser impartidos en varias de las que ya existen. Si tan defensores de la libertad son sus promotores, deberían haberla configurado como optativa y no como obligatoria. Otra cosa sería si se tratara de una asignatura dedicada a la enseñanza de la Constitución, sus principios, valores e instituciones. Pero no es ése el caso. Por lo demás, aún aceptando su necesidad o conveniencia, debería haber sido consensuada al menos entre los dos grandes partidos, ya que se trata del más fundamental asunto de Estado.
Pero hay más. La nueva asignatura pretende inculcar, al menos, dos graves errores antropológicos y morales.
EL primero consiste en la asunción del principio, derivado de la nefasta ideología de género, de que la diferenciación sexual de la persona carece de relevancia a la hora de comportarse sexualmente, es decir, que la orientación homosexual o heterosexual es asunto del arbitrio de cada persona sobre la que no puede recaer ninguna consideración moral. El segundo consiste en la asunción del principio de que la verdad moral no existe o queda reducida al resultado del eventual consenso mayoritario de una sociedad. Es decir, la falacia de que la opinión cambiante de la mayoría sea criterio de verdad moral. Como resulta evidente, no se trata de una polémica que enfrente a los creyentes y a quienes no lo son, sino a quienes defienden la libertad de enseñanza y a quienes no lo hacen.
En conclusión, la nueva ley atenta tanto contra la verdad como contra la libertad. Asume principios morales equivocados o que, al menos, no son compartidos por gran parte de la sociedad, acaso su mayoría. Atenta contra la libertad de padres, alumnos y profesores, al imponerles la asunción de valores morales controvertidos. Bastaría, en cualquier caso, para criticarla con esto último. No es lo malo sólo su contenido, sino la extralimitación del poder político que entraña. En cualquier caso, aunque se tratara sólo de la formación de buenos ciudadanos, una exigua mayoría parlamentaria y el Gobierno sustentado en ella carecen del derecho a determinar en qué consiste ser un buen ciudadano. A menos que ser un buen ciudadano consista en ser necesariamente de izquierdas o votar al Partido Socialista. No faltan, pues, razones contra la ley, ni a favor de la objeción de conciencia contra su cumplimiento.