La cultura de lo políticamente correcto ha estimulado el trabajo fuera de casa olvidando la maternidad
La Gaceta de los Negocios
Una de las paradojas de nuestro tiempo es el papel de la mujer. Por una parte son evidentes los signos que revelan su creciente importancia, hasta el extremo que no resulta exagerado hablar, como hace Claire Lesegrétain de una feminización de nuestra sociedad, con la generalización de valores —la ternura, por ejemplo— impropiamente considerados como exclusivamente femeninos. Pero junto a estos signos de reequilibrio, permanecen, incluso se ahondan factores objetivos de minusvaloración social y política de la mujer. Me refiero a la mujer como ser real, no a una construcción ideológica que la supedite e instrumentalice.
Ser mujer se relaciona fundamentalmente con ser madre, y en términos más amplios, con dar vida. Pero la tesis del pensamiento políticamente correcto tiende a presentar la maternidad, en el mejor de los casos, como una opción secundaria y en el peor como una condena a la sumisión, como plantea la ideología de género. Unos y otros han acabado por situar la maternidad como una de las causas centrales de la situación de inferioridad de la mujer, que sólo alcanza su liberación por el trabajo asalariado fuera de su hogar. Esto es hoy en día un dogma, hasta el extremo de que si no trabaja para atender a su familia es mirada como una inferior. Esta doctrina surgida sobre todo a partir de la postizquierda del 68 obedece en realidad en sus coordenadas profundas a una concepción capitalista dura de las funciones y roles sociales, que considera sólo valioso aquello que tiene valor de mercado. Por eso el trabajo doméstico no lo posee, a pesar de que su sustitución por trabajo externo desde la limpieza al uso de la comida preparada constata que no es así. El trabajo doméstico no contabiliza en el PIB y por consiguiente no importa, como no importa tampoco el aire limpio, o el agua pura, porque tampoco forman parte de aquella contabilidad. En contrapartida sí lo hacen el sueldo de la mujer de la limpieza o los costes de la sanidad debidos a la contaminación y la depuración de aguas.
A menos trabajo doméstico, más aire y agua contaminada, más "rico" es un país. Éste es un absurdo que alcanza su cenit con la maternidad.
Los Gobiernos, la cultura de lo políticamente correcto han estimulado el trabajo fuera de casa olvidando la maternidad: el resultado es una crisis demográfica que hace inviable a la sociedad española antes del año 50 de este siglo. Pero no satisfechos con ello se han legislado leyes que liquidan del Código Civil la especificidad del ser mujer y ser madre, a fin de establecer el matrimonio homosexual. Sólo existen cónyuges y progenitores indeterminados sexualmente. Si las leyes son también pedagogía, esto es lo que hay.
Pero como la vida y la sociedad humana también tiene sus leyes las consecuencias van a ser tremendas: la quiebra de la Seguridad Social y la insostenibilidad del Estado del bienestar, la pérdida de capital humano y de capital social, dañando así dos de los tres tipos de capital (el tercero es el público: infraestructuras, equipamientos) necesarios para el desarrollo.
En todo esto hay una clara minusvaloración del papel de la mujer en la educación de los hijos, la estabilidad familiar y la construcción de las redes de parentesco que están en la base del capital social y el capital humano.
La maternidad satisface dos funciones necesarias e insustituibles. Una es la capacidad para dar continuidad a la humanidad. Éste es un hecho de una elementalidad abrumadora, pero socialmente subvalorado. ¿Qué sistema ha construido nuestra sociedad para que la mujer pueda ser madre y realizar su actividad profesional, o no trabajar para dedicarse con plenitud al cuidado de sus hijos?
La segunda capacidad de la mujer se relaciona con la transmisión de los conocimientos básicos para alcanzar el sentido de la vida: la educación de los hijos, sobre todo, entre el nacimiento y los tres o cuatro primeros años. La ciencia nos ha enseñado que es precisamente durante el periodo inicial, previo a la escolarización obligatoria, cuando se producen los fenómenos de aprendizaje más importantes. Educar no es una ocupación exclusiva de la madre, pero sí es ella quien al principio se encuentra en la posición de máximo acceso, y posee las mejores condiciones innatas para detentar el papel clave. Pero la sociedad no valora a la mujer como educadora de sus hijos, ni tampoco le facilita la preparación que le permitiría buscar la excelencia en los resultados.
¿Por qué gastamos cientos de miles de millones de pesetas en enseñanza secundaria y universitaria y ni un duro en el periodo inicial de vida que determinará todo el rendimiento posterior? ¿Por qué la madre-educadora no tiene derecho a un salario social y a la Seguridad Social? La madre-educadora es el nivel más alto que puede alcanzar una persona y a pesar de ello parece no poseer valor. Es absurdo y económicamente desastroso. Es necesario crear las condiciones que hagan posible finalizar esa discriminación que considera a la mujer que trabaja duro en casa como dedicada a "sus labores", sin salario ni Seguridad Social, clasificada con macabro humor estadístico como "inactiva". Hay que terminar con esa nueva explotación moderna de la profesional que trabaja fuera de casa muchas veces cobrando menos —y otra vez, gratuitamente— dentro de ella, en jornadas ininterrumpidas que empiezan a las siete u ocho de la mañana y terminan bien entrada la noche.
En el fondo de todo esto hay un problema político generado por una ideología que prescinde de la realidad del ser persona, de la mujer en este caso.