Parece olvidada la tan traída y llevada, en otros tiempos, aportación de la Iglesia a la Transición
La Gaceta de los Negocios
Tras las atinadas palabras de monseñor Blázquez a la plenaria de la Conferencia Episcopal quizás nos encontremos en el mejor momento para preguntarse cuál es la visión que los laicistas en el poder tienen sobre los católicos, en particular, y las personas con convicciones religiosas, en general. De esta visión se derivará el papel concedido a la presencia pública de las convicciones de éstos e, incluso, a la forma de tratar la transmisión de las creencias en la sociedad y en el propio sistema educativo.
Lejos quedan los tiempos en que la separación con colaboración que consagra la Constitución de 1978 encontraba casi unánime apoyo en las diversas opciones políticas; más bien nos encaminamos hacia unas administraciones públicas con militancia laicista, que proyectan una determinada imagen de los ciudadanos religiosos, una imagen indudablemente discriminatoria. Si el principio laico propio de lo mejor de la tradición occidental ha permitido la legítima separación entre la esfera civil y religiosa, el laicismo presenta características bien diferentes, pues aparece el mismo como una opción religiosa o, si se prefiere, antirreligiosa.
Recordemos que el laicismo militante comenzó con sus añoranzas de la religión civil, intentando incluso un control exhaustivo de las confesiones religiosas que contenían al menos dos características. Una es que eran ajenas al proceso histórico de la razón que caracterizaba a Occidente, otra es que por esta misma razón entrarían en crisis encaminándose hacia una presencia residual y extraña a la corriente general de la evolución política y social.
Desde esta perspectiva, y acostumbrados a que por misteriosas razones esta presencia se mantuviese más tiempo del debido, se construyó un concepto de tolerancia que tiene un indudable aire de superioridad. En él mucho se exige a cuál debe ser la actitud pública de las confesiones y de sus miembros, y muy poco a lo que debe ser la actitud del laicista hacia ellas, acostumbrado en todo caso a convivir con un fenómeno extraño, disidente hacia la plena implantación del cientifismo en el pensamiento y del laicismo en la organización social.
El radicalismo moral, hoy en boga en las áreas académicas y oficiales, ha venido a dar nueva fuerza a la pretensión laicista. El Estado, o los miniestados autonómicos, las propias organizaciones internacionales plagadas de funcionarios de la cuerda, se convierten en agentes de la transformación moral. Una moral oficial, a la altura de los tiempos, mantiene una reticente tolerancia hacia la moralidad de los religiosos, sometidos a un estricto cordón sanitario en la exposición pública de opiniones sobre las cuestiones de interés común. Tras defenderse la autonomía moral del ciudadano, ésta se traduce paradójicamente en un creciente intrusismo moral, en una constante intervención pública, en una creciente presencia de la moralina generosamente subvencionada con fondos que, por cierto, son de todos.
Chocan estas pretensiones con la experiencia histórica más reciente. El mayor riesgo para el denominado desenvolvimiento de la razón o la emancipación humana mediante un régimen de libertades lo constituyeron los totalitarismos, caídos unos en 1945, otros en 1989. En el enfrentamiento con los mismos, no se portaron peor los religiosos que los laicistas. Admiraba a Solyenitsin la firme resistencia de los cristianos en el Gulag, los altares se han poblado de los resistentes por convicciones religiosas a los regímenes que decían encarnar la marcha inevitable de la historia y, sobre todo, no se puede explicar el 89 sin la figura de Juan Pablo II. Desde luego tanto él, como otros que lo precedieron y siguieron, han hecho mucho más que los redactores de manifiestos o los dispensadores de patentes laicas.
Aún más: se hace tabla rasa de los que supuso la aportación de las personas con convicciones religiosas, y precisamente desde ellas, para construir la realidad europea de la postguerra, o para lanzar el proceso de integración europea. Entre el éxito de Schumann, de Gasperi o Adenauer y el monumental fracaso de Valery Giscard d'Estaing quizás deberían hacer algo parecido a un examen de conciencia laico.
En el caso español, parece olvidada la tan traída y llevada, en otros tiempos, aportación de la Iglesia a la Transición. Más bien parecería que el conjunto de los cristianos fue un obstáculo a dicho proceso. Probablemente lo que ocurre es que fueron determinantes en la transición que se hizo y no en la que debería haberse hecho, según la peculiar reconstrucción que realizan a toro pasado. El punto en el que la presión se hace más acuciante es precisamente el de la educación, probablemente el más sensible para las personas con convicciones religiosas. En la nueva consideración laicista los padres “retrógrados” aparecen como los mayores obstáculos para el “desarrollo” educativo. Proceso en el que se muestra el mismo aventurerismo amateur que observamos en otras áreas de la vida social y financiera. Los laicistas parecen decirnos ahora que nos engañaron, que no se ha tratado de cantar entre todos “libertad sin ira”, sino que unos desfilaran entonando “Si Riego murió fusilado”. Superan el siglo XX, camino del XIX, cosas de la marcha de la historia.