Primero de una serie de tres artículos que ha escrito Rodrigo Guerra López, director del «Observatorio social» del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en el segundo aniversario del fallecimiento de Karol Wojtyla con el título: «Juan Pablo II: seguir a Cristo es posible también hoy».
El día 2 de abril de 2005, murió el Siervo de Dios, Juan Pablo 11. El tiempo transcurre con rapidez. Los eventos que marcan nuestra historia se siguen sucediendo. Sin embargo, algo peculiar está pasando. La gente lo recuerda con gran afecto. Aún sus peores enemigos matizan sus críticas y prefieren callar. En Roma continúan las largas filas para visitar su tumba. No es extraño encontrar en ella flores, imágenes y cartas. ¡Las personas le escriben a Juan Pablo II aún sabiendo que está muerto! ¿Cuál es la intuición detrás de estos gestos? ¿Por qué miles de personas diariamente se detienen frente a una lápida de mármol en la que no existe prácticamente ninguna ornamentación? ¿Por qué mucha gente, aún alejada de la vida de la Iglesia, se encomienda a su intercesión con gran confianza? Ésta es la primera de tres semblanzas de Juan Pablo II.
En el año 2000 un «analista» dijo en una conferencia que tal vez el cariño y el seguimiento al Papa Juan Pablo II decaerían tras su muerte. La premisa de esta afirmación era que el Papa era una figura construida por los medios de comunicación, un producto simbólico de una sociedad que busca consuelos evanescentes ante sus necesidades y angustias reales. ¡Qué equivocada estaba esta apreciación! Juan Pablo II no era simplemente una figura de moda, su persona no fue un mero «hecho» que se agota en el pasado. Al parecer la vida y la presencia de este Papa configuran un auténtico «acontecimiento», es decir, un evento que comienza en un punto del tiempo y que permanece interpelando la vida y las conciencias.
¿Es esto posible? ¿Cómo la vida de un ser humano frágil y limitado como cualquier otro puede trascender así?
Cuando se utilizan los recursos de las diversas ciencias sociales y humanas para la comprensión de un fenómeno en casos como el que nos ocupa, las herramientas metodológicas encuentran un punto límite. Ni el más sofisticado estudio de psicología social, de antropología de la religión o de sociología puede desentrañar el hecho empírico de que la presencia de Juan Pablo II permanece como un referente significativo para la vida de muchas personas. En situaciones como ésta es preciso decir: aquí sucede algo que rebasa la dinámica convencional de la convivencia y de la interacción social, aquí sucede algo que requiere otro tipo de aproximación.
La existencia de héroes y pro-hombres en las sociedades no es extraña. De cuando en cuando los pueblos veneran la memoria de las personas que hicieron un gran bien, que participaron en una gran batalla, que adquirieron por diversas circunstancias algún tipo de fama. Sin embargo, con Juan Pablo II las cosas no son exactamente así. No ponemos en duda su fama, sus grandes luchas y mucho menos el bien que hizo. Lo que deseamos señalar es algo más: Juan Pablo II no es grande por su apariencia física, por su enseñanza ?¡que vaya que es importante!? O por su hacer ¿cosa también impresionante?. Juan Pablo II es grande, principalmente, por su santidad, por su docilidad a la gracia, por que Aquél que es Grande encontró en él disponibilidad para el abrazo, para el perdón, para la fidelidad.
Cuando la razón descubre sus límites, cuando constata algo que existe delante de los ojos pero que resulta inexplicable desde el punto de vista de la dinámica del mundo, es preciso que con audacia advierta que al interior del mundo participa también Alguien que lo rebasa infinitamente. No todo lo inexplicable procede como gracia de Dios. Existen muchas cosas hoy inexplicadas que se encuentran en ese estado por nuestra ignorancia, por los límites en los que se encuentra la investigación científica, por ejemplo. Pero existen algunas cosas inexplicables que lo son por su origen, por su fuente, porque proceden no solo de una instancia de difícil acceso sino de una instancia inconmensurable, es decir, proceden de un tipo de gratuidad infinita que es inderivable de manera absoluta de las puras fuerzas que constituyen el cosmos.
Ese tipo de realidades que por su fuente sobrenatural nos rebasan de suyo pueden ser verificadas por sus efectos en la experiencia.
¿Qué quiere decir esto? Que la gracia no se conoce de modo directo sino por aquello que genera, por aquello que suscita. Que la gracia no es una cualidad sensible que pueda ser observada y analizada en un laboratorio. Tampoco la gracia es un dato deducible por medio de un silogismo. Lo propio de la gracia es precisamente la libertad infinita de la que procede, la imprevisibilidad y total generosidad que la caracteriza. Lo propio de la gracia es ser una irrupción absolutamente original, absolutamente inderivada, que de repente acontece en un punto del tiempo y se extiende más allá de lo humanamente calculable, de lo humanamente previsible.
La gracia, como iniciativa de Dios, sin embargo, tiene un límite: la libertad humana. Justo aquí es donde se encuentra el punto neurálgico que nos permite apreciar la importancia de lo que sucede a través de la persona de Juan Pablo II. La libertad de este hombre, frágil y limitada como la de cualquiera, supo escoger «la mejor parte» (Cf. Lc 10, 38-42) y supo perseverar hasta el fin instalado en ella.
Hoy, esa fidelidad personal de Juan Pablo II a la gracia permite que, aun sin decirlo con palabras sofisticadas, muchas personas intuyan que su intercesión es eficaz, que su labor como apóstol no ha finalizado sino que continúa realizándose de verdad desde el cielo. Los santos son un don de Dios a la humanidad. Juan Pablo II es un gran regalo que nos permite mirar que es posible seguir a Cristo en la Iglesia con radicalidad, con valentía, y con perseverancia, también hoy.