Expulsemos sin contemplaciones el polvo espiritual: esa apatía e indolencia que desfigura el hogar y deteriora sus lazos genuinos. Pablo Prieto.
Pablo Prieto (darfruto.com)
Almudi.org
Resuelta, serena, enérgica, mi vecina sacude la alfombra sobre sus propios vecinos. Yo, uno de ellos, asisto cada mañana al espectáculo —y lo respiro— cuando paso bajo su ventana. Primero echa fuera una mitad y después, una vez vapuleada, la otra: ¡plas!, ¡plas!, ¡plas! Tres briosos golpes cada vez. ¡Qué carác...
Expulsemos sin contemplaciones el polvo espiritual: esa apatía e indolencia que desfigura el hogar y deteriora sus lazos genuinos. Pablo Prieto.
Pablo Prieto (darfruto.com)
Almudi.org
Resuelta, serena, enérgica, mi vecina sacude la alfombra sobre sus propios vecinos. Yo, uno de ellos, asisto cada mañana al espectáculo —y lo respiro— cuando paso bajo su ventana. Primero echa fuera una mitad y después, una vez vapuleada, la otra: ¡plas!, ¡plas!, ¡plas! Tres briosos golpes cada vez. ¡Qué carácter! ¡Qué donaire! ¡Qué coraje! ¡Qué extraña mezcla de firmeza y de primor! Encuentro en este gesto un no se qué de ufanía y dignidad, de auténtico genio femenino, hasta el punto de no importarme lo más mínimo que sus polvorientos efluvios caigan sobre mi cabeza. Genio es carácter, y al mismo tiempo inspiración, creatividad. Todo ello lo derrama a raudales esta hacendosa señora en su breve aparición. Acto seguido, sin echar siquiera una mirada a los que deambulamos por aquí abajo, se retira a los adentros de su casa con su alfombra bajo el brazo.
En la tradición literaria y artística la ventana ha sido siempre el marco por antonomasia de la mujer. Bajos sus rejas han declarado sus amores los galanes de todos los tiempos. A la ventana se asomaba Julieta para sacudir no una alfombra, sino el corazón quebrantado de Romeo. El caso que nos ocupa, sin embargo, es muy diferente, al menos a primera vista. Mi vecina parece cualquier cosa menos una damisela amartelada. Arremangada y con moño, envuelta en sencillo delantal, reconcentrada en su labor, no parece extasiada con nada, al contrario, se la ve más bien enfrascada en el trajín de la casa, que como sabemos no tiene nada de sublime ni romántico ni glamoroso. No son, en efecto, violines lo que se escucha en medio de la faena, sino el runrún de la lavadora o los berridos del bebé.
¿Y por qué, entonces, tenemos esta impresión de presenciar algo hermoso? ¿Qué es esto que flota en la escena —aparte del polvo, claro está? ¿No hay aquí una rara especie, aunque velada y anómala, de misterio y poesía? Sí, un destello de auténtica grandeza, casi majestad, parece emanar de esta mujer. Y bien mirado ¿no es ella la reina de su casa? ¿Y no nos está poniendo a todos, literalmente, a sus pies? ¿No es el mismísimo polvo de sus plantas lo que nos echa encima sin miramientos?
Los antiguos hablaban de “sacudir el polvo de los pies” cuando querían retractarse de haber visitado un lugar indigno, para alejarse con desdén de la morada del hombre mezquino, ingrato, inhospitalario. El mejor ejemplo lo encontramos en el Evangelio: “Al entrar en una casa dadle vuestro saludo… Si alguien no os acoge ni escucha vuestras palabras, al salir de aquella casa o ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies.” (Mt 10, 12-13).
Ciertamente mi vecina no pretende despreciar a nadie con su vapuleo, faltaría más. Aunque no la conozco, seguro que es una señora amable y educada. No obstante, a juzgar por el coraje que pone en la operación, se diría que hay algo, un enemigo invisible, que ella desea conjurar a toda costa. ¿Cuál es? O mejor dicho ¿cuáles son? Pues los intrusos son varios, componen una cuadrilla, ya que no basta un solo golpe para echarlos. El polvo no es más que su huella y su signo, porque sus verdaderos nombres son otros. Podríamos resumirlos en estos cinco: desidia, pereza, indiferencia, apatía y vulgaridad. Sí, son estos los auténticos enemigos, contra ellos van los zurriagazos de la matrona, a ellos expulsa sin contemplaciones. “¡Fuera de aquí!” —parece decir—, “¡A la calle con lo que afea mi casa y la empobrece! ¡Largo de aquí!” Ella sabe bien que es el polvo y no las grandes desgracias lo que deteriora el hogar. En sus distintas variedades —el físico, el moral y el espiritual— el polvo desgasta los lazos de familia lenta, paulatina, imperceptiblemente, hasta volverlos irreconocibles. Sin excelencia humana no prospera el cariño; sin finura no cabe ternura. Por el contrario la ramplonería sofoca el hogar; la dejadez y la indolencia lo desfiguran e incluso lo envenenan.
La escena me recuerda al bello cuadro de Caravaggio titulado Judit y Holofernes (*). La heroína del Antiguo Testamento acaba de rebanar la cabeza del enemigo y, agarrándola de los pelos, la aleja de sí con el mismo mohín de simpática repugnancia, con idéntico ademán de magnánimo desdén, con que veo a mi vecina apartar el rostro de la polvareda.
¿Una heroína? ¿Un enemigo vencido y expulsado? ¿Un gigante a los pies de una mujer? Sí, la limpieza es verdaderamente un combate glorioso donde todos los días se reconquista el hogar, se planta en él el estandarte de la excelencia y el decoro. Y este servicio victorioso se lo debemos a mujeres como mi vecina, discretas, diligentes, sacrificadas. No es un servicio servil, de esclavo, sino soberano, de persona que domina y sabe y puede y lucha; de persona que ama lo suyo y lo defiende. La tradición cristiana ha expresado este concepto en una frase sintética y profunda, normalmente referida al Ama de casa de Nazaret: servir es reinar. O lo que es lo mismo, la mayor realeza es la que se demuestra en el mínimo servicio.
¿Que alguien se molesta por esta lluvia de polvo? Allá él. Yo con me someto a ella con alborozo y gratitud. Más aún, rindo pleitesía ante esta y las demás soberanas de la ciudad: reinas de su hogar, que se gastan día a día en servicio de los suyos. ¡Que caiga, sí, que caiga benéfico el polvo de las casas sobre las aceras!
(*) La obra puede admirarse en la Galleria Barberini de Roma.
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