Reflejando la naturaleza del hombre mismo, la comida está hecha de materia y espíritu. Incluso cada comida tiene su fisonomía peculiar. En el caso de la cena, esta fisonomía corre peligro de desfigurarse debido al ritmo de vida contemporáneo.
Pablo Prieto.
Almudi.org
¿De qué está hecha tu comida? ¿Qué tiene? ¿A qué sabe? ¿Con qué la preparas? Por extraño que parezca, estas preguntas apuntan a un misterio. En la comida, formando una misma cosa con los alimentos materiales, incorporamos nutr...
Reflejando la naturaleza del hombre mismo, la comida está hecha de materia y espíritu. Incluso cada comida tiene su fisonomía peculiar. En el caso de la cena, esta fisonomía corre peligro de desfigurarse debido al ritmo de vida contemporáneo.
Pablo Prieto.
Almudi.org
¿De qué está hecha tu comida? ¿Qué tiene? ¿A qué sabe? ¿Con qué la preparas? Por extraño que parezca, estas preguntas apuntan a un misterio. En la comida, formando una misma cosa con los alimentos materiales, incorporamos nutrientes espirituales, lazos de comunión, trato familiar, sosiego interior, cultura, etc, cosas que difícilmente pueden registrarse en una receta. Sin embargo ¿quién puede afirmar que todo esto es invisible, insípido e inodoro? ¿No es precisamente en la comida donde estas realidades cobran sabor, color, aroma e incluso —por qué no decirlo—, calorías, vitaminas y fibra? La pregunta por los ingredientes, pues, no es nada fácil de contestar.
Meditemos un momento sobre ellos. Conocer los ingredientes espirituales ayuda, entre otras cosas, a preparar adecuadamente los otros, los propiamente culinarios, y a degustar sus múltiples matices: verduras, carnes, pescados, vinos, condimentos, etc. Al fin y al cabo, ¿no es justamente esto la esencia de la gastronomía? ¿No es acaso el arte de combinar cosas para convidar personas? ¿No es entretejer cuerpos y almas mediante el exquisito lazo del sabor, testimoniando y celebrando de este modo la unidad sustancial del hombre? Pues el sabor —del latín sapere, conocimiento, sabiduría— es sin duda función del espíritu, comunicación entre personas, comunión en la verdad. Igualmente el apetito, aparte de una tendencia corporal, es una respuesta espiritual en la medida que el trabajo, el dolor, el amor o el gozo lo matizan de mil modos, lo asumen en el pensamiento, lo integran en la biografía.
A estos ingredientes espirituales se deben matices culinarios imposibles de definir en términos cuantitativos o físicos. Un mismo vino tomado al mediodía con los amigos sabe distinto que en la cena, en la intimidad familiar. Y no hablo de un sabor puramente simbólico y espiritual, sino también fisiológico. ¿Por qué? Sin duda por unirse ambos en la experiencia del hombre, que es espíritu encarnado y persona comunitaria.
Esta es la razón última de ciertas categorías y conceptos culinarios, que sólo se captan adecuadamente en perspectiva estética. Por ejemplo, la estructura del almuerzo occidental, dividido normalmente en tres platos: primero, segundo y postre. Cada uno de ellos posee su estética peculiar, su fisonomía, su tempo interno, hasta su humor. El primer plato es desenfadado, ligero, sorpresivo y visualmente alegre; tiene un carácter de saludo, que suscita el coloquio entre los comensales. El segundo, en cambio, más elaborado y suculento, responde a un nivel de conversación más complejo y adentrado.
Pero sobre todo la comida cotidiana contiene dentro de sí el día mismo, puesto que se ajusta fielmente a sus horas y ritmos. En este sentido hay que hablar más bien de las comidas, en plural, (a menos que atravesemos una situación de extrema pobreza). Las distintas colaciones —desayuno, almuerzo, merienda, cena— siguen la estructura del día y al mismo tiempo la refuerzan, formando una cierta unidad orgánica, como un alimento total, el célebre pan nuestro de cada día. Porque cada comida se vive en continuidad con las demás; sus detalles y alicientes cobran sentido en el marco del día completo; sus diversos escenarios y ambientes se refieren a un mismo hoy. Un hoy interiorizado, interpretado, gracias precisamente a estos encuentros en el comedor, sobre todo si los protagoniza la familia. El hoy de cada persona, en efecto, es tanto más pleno y unitario cuanto más arraigado en el hogar. Día, comida y hogar guardan entre sí una relación de insondable riqueza antropológica.
No se trata de disquisiciones teóricas sino de una realidad cálida y valiosa que es necesario comprender y proteger. La voz de la comida cotidiana, su mensaje típicamente familiar, se está apagando por desgracia en todos los rincones del mundo, especialmente en las grandes ciudades. El estilo moderno de vida, que oscila entre pragmatismo en el trabajo y hedonismo en el descanso, entre voluntarismo y consumismo, empobrece drásticamente el significado de la comida, reduciéndola a puro sustento fisiológico sin enjundia humana. Una dieta sin duda insuficiente y malsana.
Así ocurre especialmente con la cena. Sus ingredientes espirituales se olvidan cada vez más, lo que implica un deterioro considerable de las relaciones familiares y una pérdida de intimidad personal. La tendencia a cenar “cualquier cosa” frente a la televisión, sin apenas conversación familiar, sin esmero afectivo ni culinario, empobrece a la familia misma y la oscurece como comunidad de personas.
Se dirá que el cansancio impide mayores refinamientos, pero no es así. El cansancio mismo es uno de los ingredientes espirituales de la cena, pues gracias a ella es posible compartirlo y, en cierto modo, digerirlo provechosamente, mientras que delante de la televisión simplemente se rehúye o se arrincona. Al fin y al cabo, ¿qué es el cansancio sino el pondus diei, el peso del día? ¿Y no es el día la miniatura de la vida, la vida misma abreviada? La vida se recapitula en el día, y el día a su vez se condensa y se remansa por la noche, en torno al comedor. Es entonces cuando los diversos avatares de la familia pueden compartirse en forma de condumio ligero, sabroso, aderezado de conversación y humor.
Marido y mujer especialmente necesitan cenar juntos. La noche es más de ellos que de sus hijos, pues tienen el hermoso deber de reenamorarse, de revivir perpetuamente su noviazgo. ¿Y qué es la cena sino el marco perfecto para el coloquio amoroso, aunque sea tácito y sobreentendido? Porque muchas veces, sobre todo delante de los hijos, no viene al caso explayarse en requiebros. En ese momento los requiebros más bien flotan en el ambiente, o están latentes en el relato prosaico de las vicisitudes de la jornada, o están —¡milagro de la cena!— disfrazados de sabor y aroma en la bandeja que compartimos. No en vano la Biblia describe la realización plena del hombre en estos términos: “He aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo”. (Apocalipsis 3, 10).
A la orilla de la noche la gran ola del día necesita un lugar donde volcarse y reposar; no solo un lugar físico sino también espiritual, poblado de rostros y palabras familiares. Este lugar es el que redescubrimos cada noche en la cena. Buen provecho.