A través del vestido la persona elegante se saca de dentro una versión cada vez mejor de sí mismo, más auténtica y depurada. El vestido se revela así un verdadero ejercicio de conocimiento propio y de superación interior.
Pablo Prieto.
Almudi.org
Hace décadas que asistimos al auge de la moda: la moda está de moda. Lo que equivale a decir que el pensamiento actual ha adoptado un sesgo marcadamente sociológico. Tendemos a interpretar la realidad, en efecto, en términos de influencias sociales...
A través del vestido la persona elegante se saca de dentro una versión cada vez mejor de sí mismo, más auténtica y depurada. El vestido se revela así un verdadero ejercicio de conocimiento propio y de superación interior.
Pablo Prieto.
Almudi.org
Hace décadas que asistimos al auge de la moda: la moda está de moda. Lo que equivale a decir que el pensamiento actual ha adoptado un sesgo marcadamente sociológico. Tendemos a interpretar la realidad, en efecto, en términos de influencias sociales, ya sea de tipo económico político, psicológico, artístico, religioso, etc., que son las que encuentran su eco más fiel en el mundo de la moda. Y la moda lo es ante todo del vestido, que funciona a este respecto como un caleidoscopio formidable que todo lo refleja, todo lo asume, todo lo proyecta. En el centro de la cultura de la imagen, el fenómeno crece tan desmesuradamente que se hace difícil comprenderlo de modo integral y suficientemente crítico. Por eso la perspectiva sociológica se muestra insuficiente y se impone una indagación más radical, es decir, preguntarnos por la esencia. A fin de cuentas ¿no hay en el vestido un sustrato perenne que antecede y rebasa a la moda? ¿Y si de tanto fijarnos en la influencia nos olvidamos de lo influido, del objeto mismo que queremos conocer, de modo que ignoremos ya de qué estamos hablando? Es un peligro que, a mi juicio, podría evitarse probando el camino inverso, a saber, partir del vestido como realidad humana primordial para llegar después, como desde su raíz, al fenómeno de la moda. De otro modo parece imposible desenmarañar esta tupida red de influjos, y condicionantes que envuelve la vivencia originaria del vestido. Y siguiendo la pista del vestido llegaríamos así a lo que es más importante: una mejor comprensión de la mujer en las circunstancias actuales: sus valores, su misión, su dignidad.
¿Qué es, pues, el vestido? Algunos responden remitiéndose a las tres funciones básicas que comúnmente se asignan al vestido: a) protección contra la intemperie, b) indicador de estatus social, y c) distintivo de género. Pero no está claro que la esencia del vestido se agote en el cumplimiento de estas funciones. Toda persona elegante sabe que hay algo más. Pongamos algunos ejemplos:
a) Una prenda no “viste” más por ajustarse perfectamente a las condiciones climáticas, ni por abrigar o proteger a la perfección. A veces la prenda que mejor “viste”, que más se compenetra con quien la lleva, no es la más cómoda. Los trajes de fiesta, por ejemplo, no se distinguen por su comodidad o su adaptación térmica. Y parecen ser los que más “visten”.
b) Como indicador de estatus y rol social es verdad que la ropa declara las ideas y principios del usuario, situándolo así en la escena social. Sin embargo la gente elegante evita manifestar de modo ostentoso la clase, grupo, rango, filiación a que pertenece y prefieren un porte discreto y sencillo, aunque sea menos explícito. Vestirse es mucho más que clasificarse o etiquetarse. Pensemos en los miembros de tribus urbanas, tan dados a exhibir sus filias y fobias sociales mediante marcas, tatuajes, colgantes, emblemas, etc. ¿Son ellos el mejor ejemplo de lo que es vestir?
c) Análogamente sucede con la función de distinguir el género y custodiar el pudor. Pensemos en el famoso burka afgano, que distingue con hiriente rotundidad entre varón y mujer, y por supuesto protege drásticamente el pudor de ésta última. No obstante apenas podemos afirmar que el burka “vista” a la mujer, sino más bien que la cubre o esconde. ¿Y acaso el vestido no des-cubre a la persona mucho más de lo que la cubre?
La cuestión de fondo que estos ejemplos plantean es la diferencia entre “ropa” o vestido-objeto y “vestido” propiamente dicho. Notemos que la palabra “vestido” es un participio pasado, y por tanto alude al resultado de una acción cumplida. “Vestido” designa, pues, la ropa pero en cuanto vivida por alguien, asumida o hecha a una biografía particular; es ropa apersonada o también, en el sentido rigurosamente literal de la palabra, in-corporada. El mito del hombre invisible, tan frecuente en el cine, es muy ilustrativo a este respecto. Cuando en la pantalla el personaje desaparece por arte de magia a todos nos parece lógico que lo haga vestido. ¿Por qué? Porque entendemos que su atavío forma parte de su visibilidad, lo suponemos integrado en la unidad total de la persona.
Por otro lado los términos “ropa”, “prenda”, “traje”, etc., que se refieren al vestido-objeto considerado aisladamente, no pueden emplearse de modo análogo y gradual: esta chaqueta siempre es la misma chaqueta; puedo usarla o no, pero nada más. En cambio el verbo “vestir”, con su participio “vestido”, se predica en grados e intensidades variadísimos. Según la elegancia del usuario y sus circunstancias una indumentaria “viste” más que otra, y su belleza, autenticidad y significado varían con la vida misma del que lo lleva. En este sentido no es igual de intenso, el vestido de mujer que el de varón, el de fiesta que el de trabajo, el de primavera que el de verano, el de joven que el de anciano, el de noche que el de día, etc. Esta intensidad variable del vestido viene dada por su referencia a la intimidad personal, entendiendo por intimidad la fidelidad a uno mismo o identidad interior. Vestirse es siempre, en efecto, vestirse de sí, por sí y desde sí. En cambio “ser vestido por otro” no da lugar a un verdadero vestido, como sucede con los animales de compañía y, en cierta medida, con el bebé. También está vestida “por otro” y “de otro” la fashion victim, y en este caso con evidente empobrecimiento ético. Me refiero al sujeto manipulado y gregario que sigue acríticamente los dictados de la moda. En esa misma medida su indumentaria no “le sale de dentro”, no es auténtica, aunque sea excelente su calidad técnica.
La esencia del vestido, por tanto, hay de buscarla en esta misteriosa conexión entre ropa e intimidad; en este punto en que la ropa se hace al carácter, la edad, la cultura, la historia, en una palabra, el drama del individuo. Es una compenetración que no puede separarse del temple moral con que se afronta la vida. Quien se viste no puede evitar hacerlo en función de la persona que cree, o decide, o intenta ser. Es más, vestirse es una forma de llegar a serlo. A través del vestido la persona elegante se saca de dentro una versión cada vez mejor de sí mismo, más auténtica y depurada. El vestido se revela así un verdadero ejercicio de conocimiento propio y de superación interior. Aunque también puede degenerar en poderoso instrumento de alienación: “si no vistes como eres acabas siendo como vistes”.
Y es imprescindible para ello la creatividad personal. Conseguir que el atuendo, el arreglo, el porte externo “hablen” de la intimidad, traduzcan a la persona, es tarea estética de la que nadie puede eximirse. Hay que poner en juego la inventiva, la imaginación, la sensibilidad, en una palabra, el arte. Y el arte de vestirse se llama elegancia. La persona elegante es la que capta el nexo que une su ser y su aparecer, nexo que es necesario reinventar incesantemente, pues la palabra esencial que es el cuerpo nunca acaba de pronunciarse. Intentarlo es la misión del vestido, cuya variación responde al carácter inagotable y excelente de la persona.
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