La exaltación individualista de la vida privada no protege la intimidad, sino que la falsea y la deforma. No basta la privacidad para que haya intimidad. ¿Cómo alcanzar esta fidelidad consigo mismo? La imagen que doy a los demás ¿me manifiesta o me encubre?
Pablo Prieto
¿Qué es la intimidad?
Intimidad corporal
Intimidad y privacidad
Secuestro de la intimidad
¿Qué es la intimidad?
La palabra ‘intimidad’, que viene del latín intimus, superlativo de interior, designa cierto ámbito que se abre en lo que ya es interior. Es un lenguaje simbólico para dar a entender la dimensión propiamente espiritual del alma humana, que va más allá de la vida puramente biológica. A ésta la llamamos simplemente interioridad, para significar que la vida de un animal o planta es aquello que “se le queda dentro”, resistiendo a los cambios espaciotemporales sin disolverse ni convertirse en otra cosa. Y esto sólo es posible mediante el principio inmaterial que llamamos alma, o sencillamente vida. En el hombre sin embargo la interioridad es particularmente desarrollada y compleja debido a su autoconciencia. Para referirnos a tal complejidad solemos hablar de “lo psicológico”, ya que este es el objeto de la psicología y la psiquiatría. Pues bien, más allá de esta interioridad psicológica la vida humana presenta una dimensión única, que es inaccesible para la ciencia empírico-positiva porque no es un “grado” más de interioridad, sino un nuevo orden: el espiritual. En virtud del espíritu el hombre sabe y dispone de sí y es capaz de autoposeerse y autodestinarse; en una palabra, puede asumir la verdad última de su ser y decidir conforme a ella. La intimidad consiste precisamente en el ejercicio de esta libertad radical por la cual el hombre se hace fiel a sí mismo, al tiempo que se descubre inagotable, inabarcable, irreductible a las cosas. Aquí estriba la esencia de la autoestima, que no es otra cosa sino el recto amor de sí, premisa y fundamento de todos los demás amores.
La intimidad crea una distancia irreductible entre lo que se es y lo se aparenta pues, a diferencia del animal, el hombre nunca está completamente “dado”. Esta inadecuación entre ser y aparecer, entre dentro y fuera, es el fundamento antropológico del pudor, el arreglo, el vestido, la elegancia. Paradójicamente tal distancia exige que el hombre tenga que actuar si quiere ser auténtico, que deba interpretar el papel de sí mismo, hacer de sí. Ahora bien, no vale cualquier papel: tiene que ser aquel que la persona deduce de su propia intimidad mediante tres operaciones simultáneas: A) tomarse, adueñarse de sí mediante las virtudes y el temple moral; B) confrontarse con los demás mediante el diálogo sincero; y C) inventarse el personaje que le cuadra en función de la escena social, eligiendo en todo momento la mejor versión de sí mismo: en esta autoelección estriba, precisamente, la elegancia, que proviene de elígere, elegir.
Intimidad corporal
En la medida en que el hombre es consciente de la expresividad constitutiva de su cuerpo, que le manifiesta y le compromete incesantemente, en esa misma medida el cuerpo posee intimidad. Ésta se da, por tanto, según grados, de acuerdo a la madurez y la cultura. Un bebé, por ejemplo, no se puede decir que tenga intimidad corporal, aunque sin duda tiende naturalmente a desarrollarla. Conforme va experimentando la distancia de que hablábamos (cf. n. 2), el niño comienza a identificarse con su aspecto y, primero mediante el gesto y después con el arreglo, aprende a conformarlo de acuerdo a su intimidad.
Apenas la intimidad comienza a interpretarse socialmente en términos de identidad, en ese momento aflora la conciencia de la condición sexuada, que sitúa al individuo en el sistema esponsal. A partir de ahí la intimidad corporal se despliega gracias al lenguaje de la pureza de corazón, que se resume en el axioma: “guardarse para darse”. La intimidad adquiere entonces los infinitos matices expresivos de la complementariedad, que es como la voz con que el hombre percibe su vocación al don de sí amoroso.
Intimidad y privacidad
Intimidad y comunidad no se contraponen, al contrario, la primera se realiza en la segunda; la intimidad sana aflora naturalmente en el diálogo, y cuando no lo logra se enrarece y se atrofia. La mentalidad dominante hoy, por el contrario, entiende la intimidad en términos de privacidad individualista, es decir confunde la intimidad con sus condiciones externas y su manifestación social. A ello hay que objetar que el concepto de privacidad pertenece a las cosas, no a las personas. Se llama “privado” al objeto que es poseído en exclusividad: la casa, el vestido, el utensilio, etc., pero nunca a una persona o a una dimensión intrínseca de ella, como es su sexualidad. En este sentido caben dos extremos, éticamente erróneos:
a) Supeditar la intimidad a la privacidad mediante un pudor excesivamente rígido. Con ello se pretende proteger la intimidad pero a costa de empobrecerla. Es el caso, por ejemplo, del burka usado por algunas mujeres musulmanas. Cuando esto ocurre el equilibrio de la complementariedad se altera en perjuicio de la mujer, que se convierte en posesión privada del varón.
b) El otro modo de cosificar la intimidad, aún más grave y extendido, consiste en interpretarla como “uso privado” de la sexualidad, es decir, como si la simple privacidad convirtiera la sexualidad en intimidad. En esta actitud late la mentalidad utilitarista y hedonista, que se manifiesta en mil formas de conducta chabacana o frívola juzgadas, no obstante, como sociológicamente decentes.
Se olvida en ambos casos que el único modo de proteger la intimidad es expresándola. La persona, en efecto, sólo se presenta como tal en términos estéticos, es decir, siéndose fiel mediante un riguroso ejercicio de autointerpretación.
Secuestro de la intimidad
Cuando falta esta autointerpretación la persona abdica de sí, se hurta a la verdadera convivencia y se deja invadir, como casa sin amo, por todo tipo de vicios que desmantelan su intimidad. Ser uno mismo se vive entonces como un engorroso deber, del cual se rehuye adoptando un personaje inauténtico mediante el lenguaje, indumentaria, actitudes corporales, diversiones, etc., dando lugar así a una presencia equívoca y fraudulenta.
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