Sábado, 21 de enero de 2006
Durante los pasados años setenta, ante el inesperado boom económico de los japoneses, muchos empresarios occidentales hablaron de una reintroducción de la ética y de los valores en la esfera de la economía, elaborando códigos deontológicos, «filosofías» de empresa y «políticas» corporativas…
Flotaba en el ambiente una convicción: «tratar bien a las personas es rentable».
Con el correr del tiempo, algunos directivos fijaron exclusivamente su atención en la rentabilidad, dando origen a una clara «prostitución de la ética». De cara a la galería se trataba bien a los empleados y a cuantos se relacionaban con la empresa, pero en realidad no se quería su bien. Lo único que importaba era la cuenta de resultados. Y la aparente atención a las personas se instrumentalizó, hasta convertirse en mera estrategia para incrementar los ingresos.
Por suerte, otros muchos empresarios caminaron en la dirección opuesta y llegaron hasta el fondo de la cuestión. Si Tuleja había escrito que «servir al público es bueno no sólo por constituir "lo correcto", sino también porque reporta beneficios», ellos descubrieron que, además de proporcionar beneficios y por encima de ello, se trataba de «lo correcto», lo que promovía el auténtico bien.
Adquirieron así el convencimiento de que el fin de la empresa consiste en promover la mejora humana de cuantos con ella se relacionan y de la sociedad en su conjunto, mediante la gestión económica de los bienes y servicios que genera y distribuye, y de los que naturalmente se siguen unas ganancias con las que logra también subsistir y crecer como empresa.
EMPRESA Y FAMILIA
Desde entonces, semejante actitud se ha intensificado entre los mejores, adquiriendo al mismo tiempo un matiz peculiar: lo importante continúa siendo la persona, pero ahora en cuanto ser familiar, en cuanto miembro de un hogar.
Contribuyó a ello la persuasión cada vez más fundada de que familia y persona se encuentran indisolublemente unidos. Y esto, por un motivo fundamental: que cualquier hombre, para desarrollarse en plenitud en todos los dominios propiamente humanos, necesita del apoyo de una familia… no sólo ni principalmente por indigencia o debilidad, sino al contrario, en virtud de su propia grandeza o sobreabundancia de ser, que lo destina a entregarse.
Bien que mal, bastantes gobiernos han hecho eco a esta evidencia. Corren en muchos países nuevos aires para la familia. Si hasta hace poco era casi universalmente objeto de persecución, desde hace unos años esa actitud —¡a veces tristemente agudizada, como en nuestro país!— convive con un intento no siempre logrado de revalorizar la institución familiar.
También entre los empresarios: porque las políticas familiares de la administración pública y algunas organizaciones privadas empiezan a primar a los directivos que —haciendo más flexible los horarios, facilitando el trabajo desde el propio hogar, incrementando las ayudas a la maternidad, adecuando los salarios al número de hijos, etc.— favorecen la atención a la familia; porque se han convencido de que cada uno de sus trabajadores, como cualquier ser humano en cualquier circunstancia, lleva consigo su propia familia y por tanto que, a la larga y muchas veces a la corta, «rinde» más aquél que es feliz en el seno de su hogar; y porque, remedando a Tuleja, están persuadidos de que esta forma de obrar es «la correcta».
PERFECCIONAMIENTO HUMANO
Sabemos que el ser humano sólo crece en cuanto persona en la medida en que incrementa y multiplica la calidad de sus amores, amando más y mejor; y que el ámbito más propio y específico de ese crecimiento es la familia.
Ahora me gustaría apuntar que el medio más concreto y más a la mano para enseñar a amar bien —también en el seno del hogar—, es justamente el trabajo. La razón es relativamente simple. Por una parte, existe una muy estrecha conexión entre amor y trabajo. Si Aristóteles sostiene que amar es «querer el bien para otro», para que el amor sea pleno debe resultar eficaz, dispensar efectivamente a la persona amada lo que constituye su bien. No bastan las buenas intenciones, ni siquiera una más o menos determinada determinación de la voluntad que no culmina en obras. ¡Hay que lograr ese provecho!… o, al menos, poner todos los medios para conseguirlo.
Pero la gran mayoría de los bienes reales, objetivos y con frecuencia indispensables que podemos ofrecer a nuestros conciudadanos se obtienen gracias al trabajo profesional, entendiendo estas dos palabras en su acepción más dilatada.
Y porque en verdad se logra el bien de la persona querida, trabajar por amor es amar en plenitud, amar dos veces...
Por eso, de quien pudiendo hacerlo no trabaja, no cabe decir que de veras ame o, al menos, que su amor sea cumplido, cabal… pues deja de otorgar a los otros unos bienes que podría y debería ofrendarles, contribuyendo a su mejora.
CRECIMIENTO O AUTODESTRUCCIÓN
La elevación del trabajo a medio prioritario de perfeccionamiento humano y, en su caso, de santidad, no constituye, pues, una opción arbitraria o caprichosa.
Es cierto que cualquiera de las actividades humanas lícitas —desde las lúdicas hasta las meramente fisiológicas— pueden ser realizadas con y por amor. Pero constituye una verdad de mayor calibre y relevancia que el trabajo, por su propia naturaleza, se encuentra mucho más cercano al amor (y al bien que éste persigue) que la mayoría de las restantes acciones: dormir, comer, pasear, hacer deporte o turismo…
De ahí que, cuando se realiza con afán de servicio, compone una herramienta maravillosa del propio crecimiento y de la consiguiente dicha; mientras que si se hace por lucirse, por afán de éxito o, en fin de cuentas, como medio exclusivo de afirmación del “yo”, produce efectos devastadores. Aquí viene como anillo al dedo el adagio clásico que califica la corrupción de lo óptimo como pésima.
Aplicado a nuestro tema: justo porque el trabajo, realizado correctamente, engloba una enorme capacidad de mejora, cuando se lo desvirtúa produce un deterioro de la persona tan impresionante… que es difícil de exagerar e incluso a veces de advertir y comprender.
LA FAMILIA, ESCUELA DE “BUEN TRABAJO”
En la tarea de educar para un buen trabajo, la familia resulta indispensable. Y no sólo cuando fortalece la voluntad, creando hábitos de estudio, pongo por caso; sino sobre todo cuando la robustece con eficacia en su acto más propio —amar—, enseñando a vivir la propia labor y la formación que prepara para realizarla como instrumento de servicio, como búsqueda real del bien para otro en cuanto otro, como vehículo del amor.
Juan Pablo II ha expuesto esta verdad con claridad y firmeza: «La familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela doméstica de trabajo para todo hombre».
O LOS DEMÁS O YO
Cabría añadir un comentario sucinto pero esclarecedor. Me gusta decir, un tanto provocativamente, que la expresión «entregarse por completo al trabajo» u otras similares, aunque comprensibles, resultan inexactas… e incluso expresan una realidad imposible: porque lo único capaz de «acoger» la sublimidad de una persona… es otra persona.
El fruto de nuestra labor puede, sí, recibir y transportar gran parte de nuestro ser, en la justa medida en que trabajamos por amor y activamos todos los resortes de nuestra persona. Pero ni la obra de arte más sublime está capacitada para «aceptar» libremente aquello que le damos ni, por ende, para ser el sujeto terminalmente beneficiario de nuestra entrega.
En consecuencia, el trabajo es siempre «lugar de paso» de nuestra actividad e intenciones más íntimas, y desemboca por fuerza en una o más personas: las de los demás (provocando nuestra plenitud y dicha)… o la de uno mismo (generando empequeñecimiento y decepción, cuando no depresión o incluso neurosis).
AMOR, TRABAJO Y “REVOLUCIÓN” SOCIAL
Por otro lado, en la vida adulta, el trabajo compone el instrumento por excelencia para instaurar esa cultura del amor a la que tantos aspiramos.
Antes que nada, porque las relaciones laborales gozan de una importancia primordial en el mundo contemporáneo y conforman la trama más sólida de nuestra civilización. De ahí que modificar los nexos de trabajo equivalga, en definitiva, a transformar la sociedad.
Pero además, y sobre todo, porque, por sí mismas, las conexiones en torno al trabajo pueden convertirse en vehículo extraordinario de la donación casi universal de uno mismo.
¿Bajo qué condiciones? El requisito imprescindible ya aludido es que dicho trabajo se realice por amor, no en el sentido fácil y sensiblero que a menudo hoy se le atribuye, sino en el muy eficaz y real que consiste en buscar el bien para otro… aunque cueste.
Es decir, un trabajo que, sin excluir la justa y debida remuneración, persiga fundamental y sinceramente el bien para sus destinatarios… se establece como auténtica entrega de nuestro yo.
Y es que, en circunstancias normales, el fruto de nuestro quehacer intelectual o manual constituye una excelsa encarnación de la propia persona. Cuando el hombre termina bien su tarea, cumplidamente y hasta el fondo, poniendo en juego lo mejor de sí, hace reposar su propio ser en el resultado de esa labor profesional, se expresa íntimamente a través de ella.
El trabajo se configura, entonces, como exquisita cristalización de nuestro “yo” más noble: en él hacemos descansar lo más digno de nosotros mismos. Pero, entonces, esa actividad representa una clarísima posibilidad de donación universal de uno mismo. Y, gracias a ella, podemos alcanzar la plenitud de la vocación a la entrega —ser-para-el-amor— que nos compete como personas.
UN TESTIMONIO INESPERADO
Curiosamente, aunque a modo de simple hipótesis ideal-utópica, lo habían anticipado Marx y Engels: cuando el trabajo y sus frutos proceden de un auténtico amor, que procura el bien real de los otros —venían a decir—; y cuando, además, se encuentra realizado con toda la perfección técnica y humana de que uno es capaz… arroja como saldo una realidad —materia transformada, idea, servicio— profundamente expresiva de nuestra persona: «algo» que manifiesta y transporta nuestra más íntima substancia. Nos damos ¡nosotros mismos! merced a nuestra labor.
Por otra parte, al recibirlos con agradecimiento, los destinatarios de los productos elaborados acogen nuestro propio ser… al tiempo que se instaura la comunión de bienes en que consiste definitivamente el amor y la amistad. Y eso, hoy, con dimensiones universales.
Además, según afirma Grimaldi con perspicacia, «a diferencia del amor, el trabajo es la única manera de dar su vida a los otros sin imponerles nuestra persona. Bajo su forma anónima, silenciosa y discreta, el trabajo es el incógnito del amor».
Conclusión: ¡gracias al trabajo enamorado se hace realidad, en la medida en que es posible, una auténtica civilización del amor!
Tomás Melendo Granados
Catedrático de Metafísica (Filosofía)
Universidad de Málaga
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