En un reciente programa de Telemadrid escuché a Eduardo Punset definir que «la felicidad se encuentra en la antesala de la felicidad». Se refería a que ese estado de gozo sublime que es la felicidad tiende a disfrutarse únicamente en el umbral de los anhelos. Pero una vez éstos se logran, entonces dejan de resultar estimulantes; la gracia que nos proveyó su comienzo se evapora, y emerge la desilusión, o la imagen de un antojo nuevo a conquistar.
Discrepo. En mi modesta opinión, la felic...
En un reciente programa de Telemadrid escuché a Eduardo Punset definir que «la felicidad se encuentra en la antesala de la felicidad». Se refería a que ese estado de gozo sublime que es la felicidad tiende a disfrutarse únicamente en el umbral de los anhelos. Pero una vez éstos se logran, entonces dejan de resultar estimulantes; la gracia que nos proveyó su comienzo se evapora, y emerge la desilusión, o la imagen de un antojo nuevo a conquistar.
Discrepo. En mi modesta opinión, la felicidad no es un estado de anticipación y, como tal, no es fruto de una fantasía. No. Por el contrario, es una capacidad inteligente y concreta, que se enfoca en el presente, en el aquí y el ahora. Consiste, sobre todo, en desear y amar lo que se tiene, lo que se hace, lo que se es. Ese gusto por lo cercano es hallazgo de placer en lo que nos circunda, surge y se desarrolla en lo más profundo de nuestro ser y contagia alrededor. Inmediatamente, nos sentimos millonarios en experiencias y favores e, inmediatamente también, nos invade la necesidad de agradecer tanta abundancia. ¿A quién? A Dios. Por eso no podemos ser del todo felices sin tener bien edificada una espiritualidad sólida.
Fíjense: la Humanidad entera, con independencia de razas y religiones, anhela lo mismo –amor, paz, familia, seguridad, salud, cultura, libertad, suficiencia económica, una naturaleza dadivosa…– Deseos, en fin, que no pueden atraparse con las manos. Pero a todos los humanos, absolutamente a todos, se nos ha dado un poco de cada uno. Tenemos padres o hermanos, en algún momento de nuestra vida se cruzó con nosotros el amor, hubo un cierto instante, aunque fuese efímero, de seguridad financiera, de libertad. Incluso las sociedades más desfavorecidas pueden beneficiarse no sólo del calor y solidaridad de su comunidad, sino de la sabiduría de los mayores que viven en ella. Comprenderlo, valorarlo, otorga dimensión a la vida y constituye la clave de la dicha.
El problema surge cuando, en lugar de reconocer y amar lo que tenemos, nos enfocamos en lo que nos falta. Dejamos entonces de sentirnos millonarios y nos convertimos en mendigos. Tomar como derecho adquirido lo que Dios nos ha dado nos empuja a desdeñarlo; por eso no lo cuidamos, lo acrecentamos o lo disfrutamos. Así es como el amor se nos agosta poco a poco, la relación con padres o hermanos se enfría, dejamos que la cultura muera a manos de la televisión o la pereza… Tampoco logramos sentirnos afortunados por lo bueno que nos circunda y, por consiguiente, nos volvemos analfabetos en el agradecer. En tal situación, algunos no encuentran más salida que la de fantasear con deseos que quizá no se materialicen nunca; llaman a este estado felicidad, sin darse cuenta de que la verdadera felicidad no se sueña, sino que se vive.
Alejandra Vallejo-Nágera
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