Las Provincias, Valencia, 7-VIII-2005
En la interesante entrevista publicada recientemente por LAS PROVINCIAS a una conocida profesora universitaria, había diversos temas que me interesaron, aunque no los explicite ahora por pertenecer al campo de lo opinable.
Sí entraré en otro asunto, pero antes recordaré una escena del libro de los Hechos de los Apóstoles. Pablo está preso por acusaciones de tipo religioso por parte de los judíos. El procurador Festo recibe a Agripa y Berenice, y los invit...
Las Provincias, Valencia, 7-VIII-2005
En la interesante entrevista publicada recientemente por LAS PROVINCIAS a una conocida profesora universitaria, había diversos temas que me interesaron, aunque no los explicite ahora por pertenecer al campo de lo opinable.
Sí entraré en otro asunto, pero antes recordaré una escena del libro de los Hechos de los Apóstoles. Pablo está preso por acusaciones de tipo religioso por parte de los judíos. El procurador Festo recibe a Agripa y Berenice, y los invita a escuchar al reo. Pablo les habla largamente del camino instaurado por Jesús de Nazaret, que él sigue. Narra su propio encuentro con el cristianismo naciente y su fe en la predicación del hijo de Dios. Lo hace con su fuerza característica hasta tal punto que el rey Agripa dice: “Un poco más y me convences de que me haga cristiano”. La respuesta de Pablo es sincera y recta: “Quisiera Dios –dice– que, con poco o con mucho, no sólo tú, sino todos los que me escuchan hoy se hicieran como yo, pero sin estas cadenas”.
Y vuelvo a la entrevista con el mismo respeto y simpatía. No deseo hacer un juicio de intenciones. Simplemente tomo alguna referencia, porque podría mostrar –junto a tantos aciertos– cómo, en ocasiones, los cristianos podríamos seguir mejor lo que afirma la Iglesia acerca de la moral natural, y quizá no es así por mimetismo con la cultura dominante que nada tiene que ver con la actitud de Pablo.
Es muy cierto que el cristiano no puede imponer sus propias convicciones, pero renunciar a ellas es algo muy distinto. Sé también que es bueno el deseo de encontrar unos puntos éticos de coincidencia generalizada. A esa buena idea le opongo dos objeciones, quizá muy simples: esos puntos van encogiéndose tanto que pueden quedar literalmente reducidos al tamaño del ortográfico. Y lo más serio es que en un católico mengua notablemente la comunión con la Iglesia al declarar contra su magisterio.
Se habla del matrimonio homosexual como algo enriquecedor por lo que supone de diversidad y de capacidad de integrar las diferencias. Todo esto suena a políticamente correcto, pero si se ahonda puede quedar uno atrapado en la expresión aparentemente lograda: ¿es enriquecedora la diversidad maltratado-maltratador; o la de rico-pobre; estafado-estafador; veraz-mentiroso? ¿Habría que intentar integrarlas?
En cualquier caso, la finalidad del matrimonio no es la integración de la diversidad. Por ello –se afirma en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia–, “ningún poder puede abolir el derecho natural al matrimonio ni modificar sus características ni su finalidad”. Antes da la razón: la institución matrimonial –“fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes”– no es una creación debida a convenciones humanas o imposiciones legislativas, sino que debe su estabilidad al ordenamiento divino.
Es muy saludable el respeto. Y más si se realiza del modo sereno, elegante incluso, del que hace gala la profesora. Respeto siempre. Pero esta actitud no implica claudicar de actitudes y modos de pensar que, como dijo tantas veces Juan Pablo II, se refieren a la verdad sobre el hombre.
Tampoco cabe en esa verdad la reproducción asistida, que menciona. Y si no cabe, en realidad no es porque lo señala la Iglesia, sino que lo afirma porque es así. La Iglesia no crea verdades; anuncia las que ha recibido. Bastan a este respecto unas palabras del comunicado final de la X Asamblea General de la Academia Pontificia para la Vida: “Solamente el recíproco don esponsal de un varón y una mujer, expresado y realizado en el acto conyugal, en el respeto de la unidad inseparable de sus significados unitivo y procreador, representa el contexto digno para el surgir de una nueva vida humana” (29-3-2004). Es sabido que hay muchos textos magisteriales sobre estos temas. ¿Nos animamos a respetarlos?
“No existe conflictividad entre Dios y el hombre”, se lee en el reciente Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Ese desencuentro sucede cuando la legítima autonomía de lo temporal es mal comprendida: si “quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno al que se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece” ( Gaudium et Spes ). Ese hombre, y sus realizaciones, sin Dios, acaba siendo un sin sentido, sencillamente porque moldea su existencia contra su propia esencia.
Recientemente, ha escrito Olegario González de Cardedal que hay muchos teólogos y filósofos –incluidos no católicos– para los que “no merece la pena discutir de religión, cristianismo e Iglesia con los representantes de un pensamiento teológico débil y acomplejado, sino que hay que hacerlo con aquellos que lúcidamente mantienen el núcleo duro y específico de la fe con real pretensión de racionalidad, que creen en él y están dispuestos a proponer su verdad a la altura de la conciencia histórica y en diálogo con el pensamiento contemporáneo”.
El núcleo duro de la fe no es solamente el Credo –aunque bastaría, para lo que aquí se trata, pensar fuertemente en las consecuencias de un Dios creador–, sino todas las conclusiones prácticas, morales, que no se pueden poner entre paréntesis, para afirmar lo contrario.