Con la aprobación por el Congreso español, el 30 de junio pasado, de la ley que admite al matrimonio a las parejas del mismo sexo, se ha logrado –dicen el gobierno y el movimiento gay– una conquista histórica en la lucha por los derechos civiles. En palabras, harto repetidas, del primer ministro Rodríguez Zapatero, ese día los homosexuales dejaron de ser "ciudadanos de segunda clase".
El supuesto ascenso a primera clase en el Código Civil no permitirá, sin embargo, que dos personas del...
Con la aprobación por el Congreso español, el 30 de junio pasado, de la ley que admite al matrimonio a las parejas del mismo sexo, se ha logrado –dicen el gobierno y el movimiento gay– una conquista histórica en la lucha por los derechos civiles. En palabras, harto repetidas, del primer ministro Rodríguez Zapatero, ese día los homosexuales dejaron de ser "ciudadanos de segunda clase".
El supuesto ascenso a primera clase en el Código Civil no permitirá, sin embargo, que dos personas del mismo sexo puedan engendrar un hijo. Claro que la reforma también pretende sortear la dificultad haciendo que puedan ser padres, en los papeles, adoptando niños. Pero es muy dudoso que lo consigan, pues en España apenas hay niños adoptables y los países donde los hay no admiten estos experimentos con las criaturas (ver Aceprensa 56/05). Más probable es que un miembro de la pareja homosexual adopte los hijos ya tenidos por el otro con un tercero del sexo opuesto o mediante reproducción artificial con gametos de un donante, que también ha de ser del sexo no representado en la pareja. Cuando de tener hijos se trata, la diferencia sexual es un requisito ineludible.
Y de tener hijos trata, en particular, el matrimonio. El superficial lenguaje sobre igualdad y derechos, con que se hace tabla rasa de las disparidades reales, olvida la razón básica por la que las leyes reconocen y protegen el matrimonio: que solo una mujer y un hombre pueden tener hijos comunes. Si de un plumazo en el Código Civil se suprime la diferencia sexual como condición del matrimonio, no quedan motivos jurídicos para prohibir contraerlo a cualquier agregado de personas, de cualquier número y género, que no pueden engendrar un mismo hijo. Cae también el impedimento de consanguinidad, más insostenible aún si se trata de homosexuales. En buena lógica, no se podrá negar a una madre y a su hija contraer un matrimonio de conveniencia para aliviar cargas fiscales, si bien lo que alegarán en voz alta será que el Código las trata como "ciudadanas de segunda clase". Los plumazos a despecho de la realidad engendran paradojas.
La realidad mostrará también cuántos ciudadanos ascendidos a primera quieren de verdad casarse. Pues no todos comparten el reciente afán del movimiento gay por apuntarse a una institución que nunca había interesado a los homosexuales, o este viraje desde proclamar el derecho a la diferencia a buscar la equiparación con los heterosexuales, adquiriendo un compromiso con uno o una solamente. Donde se han hecho estadísticas, se descubre que las uniones homosexuales duran mucho menos que los matrimonios (ver Aceprensa 77/04). Por eso resulta muy oportuna la otra reforma aprobada en el Congreso un día antes, que implanta el divorcio a petición de una sola parte, sin necesidad de alegar causa alguna, a partir del cuarto mes desde la boda. Esta restauración del repudio, a la vuelta de siglos, hará más pesada la factura que ya pasan las rupturas matrimoniales, sobre todo para los hijos; pero será una buena salida para las uniones legalizadas el 30 de junio, que son las más inestables de todas. Así se evitarán en España problemas como el que sufrió la primera pareja de lesbianas casada en la provincia canadiense de Ontario, en este caso gracias a un plumazo judicial: al año siguiente quisieron romper, y descubrieron que la ley del divorcio no contemplaba su caso, porque aún decía "marido" y "mujer". Tuvieron que esperar ¡tres meses!
Homosexuales registrados
Pero el divorcio exprés no evitará otra paradoja. El gobierno se ufana de haber acabado con la antigua discriminación que vetaba el matrimonio a los homosexuales. Lo cierto es que antes los homosexuales ya podían casarse, siempre que lo hicieran con una persona del otro sexo (cfr., entre otros casos, el de Oscar Wilde). La ley de matrimonio exigía la diferencia de sexo, que es notoria, pero era ciega a la orientación sexual de los contrayentes. Ya no, en la nueva modalidad de boda. La reforma otorga efectos civiles a la condición de homosexual. Va en dirección opuesta a la normativa contra la discriminación, que protege la orientación sexual, al igual que las creencias, como un dato de la intimidad personal y prohíbe a los poderes públicos averiguarla y tomarla en cuenta. Dar rango de matrimonio a la unión de dos personas del mismo sexo supone hacer constar su condición de homosexuales en el Registro Civil, también después de un eventual divorcio. Que la cesión del dato sea voluntaria no cambia nada a efectos de seguridad jurídica. Es como ofrecer a los judíos inscribirse en un censo oficial para garantizarles el derecho a no trabajar los sábados. Una cosa es salir del armario y otra aparecer en los archivos del Estado.
La contradicción fundamental es dar relevancia pública a lo que solo puede ser una relación privada, porque es infértil por definición. Añadir a estos matrimonios de papel la posibilidad de una paternidad ficticia no los hace más reales, porque para adoptar no hace falta casarse. En cambio, las dos reformas aprobadas en España operan una fuerte privatización de todo matrimonio, al reducir su fundamento legal a un acuerdo entre particulares, muy fácil de rescindir, con lo que se diluye la diferencia con las uniones de hecho. Resultará cada vez más evidente que el matrimonio canónico es el único que pide un compromiso serio. Semejante desprestigio del matrimonio civil será un curioso logro de un gobierno que se había propuesto reforzar la laicidad.
http://www.aceprensa.com/plantilla.cgi?plantilla=articulo.htm&accion=6&arbol=familia&articulo=11698&ticket=