Las Provincias, 24-VI-2005
Le llamaban Padre en los cinco continentes. Este título de un documental resume un aspecto importante de la vida y mensaje de San Josemaría Escrivá: la universalidad, tanto en su aspecto geográfico como en la variedad de personas que se llaman hijos suyos y tratan de vivir su mensaje al intentar santificarse en las tareas y circunstancias más diversas del mundo.
Tuve la suerte de conocerlo en el ya lejano 1963 siendo yo un estudiante universitario. D...
Las Provincias, 24-VI-2005
Le llamaban Padre en los cinco continentes. Este título de un documental resume un aspecto importante de la vida y mensaje de San Josemaría Escrivá: la universalidad, tanto en su aspecto geográfico como en la variedad de personas que se llaman hijos suyos y tratan de vivir su mensaje al intentar santificarse en las tareas y circunstancias más diversas del mundo.
Tuve la suerte de conocerlo en el ya lejano 1963 siendo yo un estudiante universitario. Digo lejano, pero también cercano, porque, en la historia bimilenaria de la Iglesia, ese tiempo es corto. Además, viví muy cerca de él en sus últimos años de existencia terrena. Por esto, creo que es justo mi recuerdo y reconocimiento al acercarse el día de su fiesta. El 26 de junio será una celebración global, con millares de misas a lo largo y a lo ancho del planeta.
No deseo convertir estas líneas en un elogio simple. Ya lo ha elogiado máximamente la Iglesia al declararlo santo con la solemnidad del magisterio extraordinario. Desearía, más bien, enfatizar algo que nos suele ser costoso en este país: el reconocimiento sin ambages, sin envidias –vicio nacional–, de lo nuestro, aunque como en este caso tenga dimensiones planetarias, mejor dicho, precisamente porque goza de esa hondura y amplitud.
Josemaría Escrivá aún no es bien conocido por muchos de nosotros. Como tantos santos, hubo de soportar –y amar con viveza extraordinaria– la contradicción de los cercanos, de los buenos –dijo él muchas veces–, de los españoles de partido único en lo político o incluso en lo religioso. Y de ahí nació una leyenda de falsedades que aún no se ha extinguido del todo.
Porque se adelantó a su tiempo –precursor del Vaticano II, han dicho de él muchos teólogos–, fue llamado hereje y progresista durante muchos años. Lo supieron muy bien los padres de bastantes de los primeros miembros del Opus Dei, que recibían visitas de gente sonora anunciando la condenación eterna de sus hijos por intentar buscar la santidad en la calle; por predicar en los años treinta ese mismo programa para las mujeres, cuando estas apenas comenzaban una vida laboral fuera del hogar; porque hablaba más de la fuerza y alegría de la vida cristiana que de miedos y amenazas; porque amaba realmente la libertad en todas sus dimensiones y tenía un sentido de la misma que no era común en el clero de su tiempo; porque creyó en los cristianos corrientes –como algo constitutivo, y no residual, en la Iglesia– para abrirles horizontes de transformación del mundo, sin encerrarlos en las sacristías, ofreciéndoles formación cristiana y dejando que volasen libres. Efectivamente, cuando no se entiende la libertad a fondo, no puede comprenderse al Opus Dei ni a su fundador.
Otros lo tildaron de conservador por su obediencia al magisterio de la Iglesia en tiempos duros de disidencia eclesial, pero fue un hombre leal a Jesucristo, aun a costa de su propia fama, y quizá pareciendo dar una imagen en los últimos años de su vida, que no era la suya, la del hombre abierto a todos los cambios, el sacerdote sin miedo a la ciencia que nunca vio en oposición con la fe. La oposición la fabricamos los hombres a base de conductas poco morales. También lo alinearon con el conservadurismo quienes confundieron la libertad política, económica, social, cultural, etc., de los miembros del Opus Dei con la libre opción de algunos en una España escasa de libertades; sin reconocer que él batalló por esa misma libertad para sus hijos espirituales que militaban en filas distintas, hasta con la defensa personal de esos hijos suyos y de su legítima libertad ante quien ostentaba la máxima magistratura de la nación. No creo que muchos se atrevieran a algo parecido. Además, él nunca lo hizo por motivos políticos, sino por proteger la dignidad de las personas. Esa actitud le valió, por ejemplo, que una revista del régimen le dedicara un artículo de su director con este título: “Libertad, ¿para qué?, Monseñor”. Es penoso que, en tiempos distintos, algunos hayan bebido en estas fuentes.
Lo cierto es que –como todos los santos– no fue ni lo uno ni lo otro. Me viene a la memoria Juan Pablo II el Grande, que en ocasiones fue denominado progresista y, otras veces, conservador. Pues algo así: san Josemaría fue un hombre de Dios, al que le cupo la gracia y el peso de saber el 2 de octubre de 1928 lo que el buen Dios le pedía: ese día –afirmó siempre– vio el Opus Dei. Y no se dio tregua de oración, sacrificios de todo tipo y un gigantesco esfuerzo de trabajo extenuante hasta ir haciendo realidad –en medio de múltiples dificultades– ese querer divino, que consistía en predicar el mensaje de la llamada universal a la santidad, inscrito en lo más profundo de la realización de la obra salvífica de Cristo. Y, además, en crear una institución –la prelatura del Opus Dei– que sirviera a la Iglesia con un doble cometido pastoral como explica Pedro Rodríguez: primero, para comprometer a sus miembros a desarrollar en sus vidas la original convocación del bautismo según las exigencias de santidad vistas el 2 de octubre de 1928; y segundo, para constituirse así –esos hombres y mujeres– en servicio permanente y estable a la extensión, en las diversas sociedades y culturas humanas, de ese mensaje que Dios hizo entender al fundador.
Sólo un hombre que se siente un pobre pecador, pero hijo de Dios; sólo alguien que se ve como el último trapo sucio de este mundo podrido, pero sacerdote de Jesucristo; sólo quien se considera que no puede nada, que no vale nada, que es nada, pero que cuenta con la fuerza del Espíritu, es capaz de realizar fielmente una tarea en la que se empeñaba el Cielo. Sólo un amador de Dios y del hombre puede ser considerado Padre por tantos miles de personas en los cinco continentes. Y quizá algunos no lo reconocen porque, aun en los altares, continúa haciendo realidad lo que pude escucharle, mientras me despedía de él, cuando se acercaba el cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal: “Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca”.
Pero Dios y la historia son implacables: ponen la lámpara sobre el candelero, para que alumbre a todos, y hacen ver a los santos en sus frutos. Ese es el reconocimiento verdadero.