El matrimonio homosexual genera violencia. Violenta la naturaleza de una institución jurídica basada en la unión de un hombre con una mujer; violenta que se apruebe con desprecio de toda opinión jurídica que lo censura; violenta a los que quieren adoptar, que verán cómo se les cierran las puertas de la adopción internacional; violenta a los adoptados, cuyo interés se pisa; a los padres biológicos si, al fallecer, sus hijos caen en manos de estos nuevos matrimonios; y violenta a la sociedad divid...
El matrimonio homosexual genera violencia. Violenta la naturaleza de una institución jurídica basada en la unión de un hombre con una mujer; violenta que se apruebe con desprecio de toda opinión jurídica que lo censura; violenta a los que quieren adoptar, que verán cómo se les cierran las puertas de la adopción internacional; violenta a los adoptados, cuyo interés se pisa; a los padres biológicos si, al fallecer, sus hijos caen en manos de estos nuevos matrimonios; y violenta a la sociedad dividiéndola en heterosexuales y homosexuales, no en hombres y mujeres. También violenta conciencias, en especial la de los que han de aplicarla por razón de su cargo, tanto al celebrar matrimonios civiles como al tramitar y resolver expedientes de adopción. La razón de todo esto radica en la imposición de una minoría sobre la mayoría, en una dictadura ideológica y social tras la que se atisba una maquinación más poderosa, ideológica. No es un caso de pura irresponsabilidad. España es el banco de pruebas de una operación de ingeniería social exportable, lo que explica el desasosiego de no pocos países.
La promulgación de normas civiles que pugnan con la conciencia de quien debe cumplirlas plantea la objeción de conciencia. Ante el ejercicio de este derecho hay que rechazar la postura de quienes lo niegan sin más, algo propio de sistemas con ciudadanos sometidos a un Estado incontestable, que impone deberes e ignora la dignidad de la persona. Pero también que la objeción genere una suerte de ciudadanía a la carta, es decir, que mediante una objeción generalizada cada ciudadano eligiese qué deber público cumple y cual no, todo pasado por el tamiz de sus creencias, convicciones, o del puro capricho. Toda norma tiene un componente de consenso social, de ahí que sea imperativa. También cabrían planteamientos hipócritas, por ejemplo, hacer al objetor ciudadano de segunda, o discriminar entre el objetor bueno –el del servicio militar, hasta el insumiso– frente al malo: el que se niega a practicar un aborto, a dispensar cierto medicamento, etc.
La objeción exige su concreción y que medie el expreso reconocimiento legal como derecho. Esto impide objetar ser miembro de un tribunal de jurado o de una mesa electoral; tampoco cabe una objeción genérica como sería la fiscal: puesto que con mis impuestos el Estado hace cosas injustas, contrarias a mi conciencia (no apoya a la familia, promulga leyes abortistas, hace de la cirugía transexual o del aborto prestaciones, etc.), no contribuyo a su sostenimiento. Esto no es admisible, no sólo porque esa objeción fiscal carezca de respaldo normativo, sino porque llevaría más que a la objeción de conciencia a la desobediencia civil; además, es un deber de justicia y solidaridad sostener unos gastos públicos que benefician a todos –incluido el objetor– y permiten el mantenimiento del propio Estado, sin el cual la convivencia sería inviable en una sociedad compleja y plural.
Para el Tribunal Constitucional, la objeción es una concreción del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa; supone no sólo el derecho a formar libremente la propia conciencia, sino también a obrar conforme a sus postulados. A partir de tal derecho, la objeción de conciencia se plantea como un derecho de la persona frente a la imposición general por el Estado de un concreto deber público. Jurídicamente, la objeción exceptúa ese concreto deber, y como tal debe tener expreso reconocimiento legal; de ahí que no consista tanto en que el objetor tenga derecho a la abstención, como que se le declare exento de un deber que, de no mediar tal declaración, le sería exigible bajo coacción; además, la objeción para ser tenida en cuenta debe ser seria, coherente, reiterada, no caprichosa ni oportunista y, por tanto, constatable.
Pero volvamos a los matrimonios y a la adopción por homosexuales, novedades que pueden plantear la objeción por los jueces. Sometido al imperio de la ley, que ha jurado cumplir y hacer cumplir, está sujeto a un estatuto profesional que no prevé la objeción. No es un profesional sujeto a un código deontológico como el médico o el abogado, sino que encarna al Estado en su función soberana de juzgar conforme a las normas con que ordena la sociedad. Si el juez español dejase de resolver objetando su conciencia, probablemente delinquiría y provocaría que un ciudadano –que tiene el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva mediante un juez ordinario predeterminado en la ley– quedase sin la resolución de sus pretensiones. Esta situación es diferente para alcaldes y concejales, que son cargos políticos y que gozan de una mayor capacidad de organizarse y eludir personalmente la celebración de estos actos. El problema es el juez.
Ante el dilema de aplicar una norma que entiende injusta –y la reforma que comentamos lo es–, el juez no necesariamente debe dejar de actuar; el ordenamiento le da salidas, y no me voy a referir a la cuestión global de la objeción del juez –tema mucho más complejo–, sino al concreto caso de las uniones homosexuales. Por lo pronto, puede plantear una duda sobre la constitucionalidad de esa ley para que resuelva el Tribunal Constitucional. Podrá alegarse que un expediente de matrimonio no es un proceso con partes enfrentadas, cierto, pero el juez debe resolver siempre sobre los requisitos legales de los contrayentes, y si la igualdad de sexo deja de ser un impedimento hay espacio legal para suscitar esa duda. Y lo mismo al resolver un expediente de adopción. Menos sostenible es que alegue como causa de abstención tener interés directo en un asunto que debe resolver, lo que le haría perder imparcialidad, y que ese interés se plasma en que pugna con su conciencia la ley que debe aplicar para resolverlo, luego tiene un prejuicio.
Un debate positivo
Pero hay otras posibilidades. Por lo pronto, y según la organización de nuestro sistema de Registro Civil, siempre puede delegar en un juez de paz la celebración de un matrimonio homosexual; de existir varios jueces encargados del Registro, puede plantearse que acuerden el reparto del trabajo de manera que celebren esos matrimonios los que no tengan óbice moral. Ahora bien, si estos mecanismos se saldan con que el Tribunal Constitucional declara la constitucionalidad de la ley, que no tiene cabida como motivo de abstención, ni es posible delegar ni repartir el trabajo, siempre queda una última posibilidad: cambiar de destino para dejar de intervenir en actuaciones judiciales que impliquen la aplicación de normas inmorales.
Dar carta de naturaleza a una objeción de conciencia judicial, al mismo nivel que los ciudadanos, tiene sus riesgos. Acudiendo a un razonamiento simplista –pero eficaz–, ahora discutiríamos sobre la objeción respecto de una ley contraria a la conciencia de jueces conservadores, pero mañana los progresistas, pretextando también su conciencia, pueden boicotear leyes que entiendan reaccionarias. Se me podrá decir que esto, de alguna forma, ya lo hacen mediante el uso alternativo del Derecho, la interpretación ideológica de la leyes, los sindicatos de jueces militantes de una ideología que traslucen en sus sentencias, etc.; cierto, pero el daño que hacen unos para el funcionamiento del Estado de Derecho no es pretexto para generalizarlo. Además, ante la duda de si el juez coopera materialmente al mal, hay contrapesos que hacen lícita su intervención. Primero, que su cooperación es mediata, no inmediata; segundo, la inexistencia de respaldo legal a la objeción; además, añádase el daño personal y familiar que supondría su inhabilitación profesional, la hipótesis de entregar la función judicial a personas sin escrúpulo moral, o el desorden que supone para la sociedad dar carta de naturaleza a que la Judicatura pueda cortocircuitar la vigencia y aplicación de leyes.
Con todo, el debate que se ha suscitado sobre la objeción de conciencia del juez es positivo. Alerta sobre las consecuencias de una norma terriblemente dañina para la sociedad, y plantea la reforma del estatuto judicial para buscar fórmulas que permitan compaginar la conciencia del juez como persona en la aplicación de normas inmorales, por un lado, y la seguridad jurídica, el respeto al Estado de Derecho, por otro. En todo caso, cabe esperar que los partidos políticos que ahora se oponen a esa ley la recurran ante el Tribunal Constitucional, y que cuando, por ley de vida política, quien ahora está en la oposición gobierne de nuevo, se comprometa ya, expresa y públicamente, a derogar esa ley injusta.
José Luis Requero