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Este artículo detalla lo que pasó por el corazón de San Josemaría el 2 de octubre de 1928, y el camino que Dios ha preparado desde entonces para sus hijos.
En 1931, el fundador del Opus Dei dejaba por escrito, en sus Apuntes íntimos, lo que había sucedido durante la mañana del 2 de octubre de 1928, cuando se encontraba en la calle García de Paredes, de Madrid, participando en unos ejercicios espirituales. Estas son sus palabras: «Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé —estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática— di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles (...). Recopilé con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando»[1]. Esta anotación abre una ventana a su alma a la vez que pone en evidencia la iniciativa divina de lo acaecido.
La luz que recibe San Josemaría fue una irrupción de Dios en la historia. Dios sigue actuando en el mundo, en el hic et nunc, en el aquí y ahora de la vida de los hombres. El Opus Dei es trabajo de Dios, operatio Dei. "Dios trabaja", insistió el Papa Benedicto XVI en su último viaje a Francia, citando el Evangelio de Juan. «Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios; y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra creadora de Dios en el mundo»[2]. Siempre seguirá obrando Dios, presente en su Iglesia, transformando el mundo y convirtiendo a las almas. Como reza la cuarta Plegaria Eucarística, el Espíritu Santo fue enviado desde el Padre por el Hijo para llevar a la plenitud su obra en el mundo: opus suum in mundo perficiens.
«Recibí la iluminación sobre toda la Obra». El 2 de octubre de 1928 ya está presente todo el Opus Dei, aunque la luz del 14 de febrero de 1930 hará entender a San Josemaría que también las mujeres han de formar parte de la Obra. Si bien la solución jurídica para los sacerdotes no llegará hasta el 14 de febrero de 1943, el 2 de octubre ya encontramos el sacerdocio: el primer sacerdote del Opus Dei es el mismo fundador. Nace el Opus Dei en la Iglesia, Dios ha elegido a un sacerdote para fundarlo. Se trata de proclamar la llamada universal a la santidad y al apostolado, el valor santificador del trabajo profesional, hecho lo mejor posible, cuando se transforma en oración y servicio a los demás.
«Conmovido me arrodillé». La actitud del fundador refleja su fe. Arrodillarse es reconocer que se está delante del Misterio: algo que es sagrado y que, por lo tanto, no nos pertenece. Si ese acto exterior va acompañado de una auténtica disposición interior, manifiesta a la vez fe y humildad. Sólo Dios es Dios. Todo viene de Él; cuenta, ciertamente, con nuestra respuesta generosa, pero es Dios quien nos eligió y nos amó primero. Ante su bondad, nace espontáneamente la acción de gracias: «di gracias al Señor».
En el Nuevo Testamento, el hecho de arrodillarse o de postrarse significa obediencia, respeto. Así actúa el leproso delante de Cristo, y los discípulos en la barca, cuando la tempestad fue calmada. En Getsemaní, Nuestro Señor, de rodillas sobre la roca dura, cuando en la oscuridad apenas se distinguen los olivos, dice con la fuerza del amor un sí a la Voluntad del Padre. Jesús se arrodilla desde la humildad de su voluntad humana, unida a su voluntad divina, con un gesto físico cuyo simbolismo permanece válido hoy y lo será siempre, para todas las culturas. A justo título se ha subrayado que antiguamente se representaba al diablo sin rodillas, pues carece de la fuerza de Dios; no sabe amar: «la incapacidad de arrodillarse aparece, por decirlo así, como la esencia misma de lo diabólico»[3].
Al contrario del ángel caído, los ángeles en el Cielo, miríadas, cantan las glorias de Dios. El 2 de octubre de 1928, las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, quizá convocaban al pueblo para reunirse en asamblea, o sencillamente marcaban las horas. El tocar de aquellas campanas resonaría en el corazón de San Josemaría durante toda su vida. En ese corazón, en la fiesta de los Santos Ángeles Custodios, nacía la semilla del Opus Dei.
Con visión de fe, después de aquella mañana, el fundador veía el Opus Dei proyectado en el tiempo y en el espacio. ¿Qué veía? Sobre todo, a las personas, una a una, muchas almas, «hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana»[4].
Transmitir la semilla del Opus Dei es, ante todo, poner las almas en la cercanía de Dios, junto a Jesucristo. Y para llevar a cabo dicha tarea es esencial un hondo sentido de la filiación divina, de la que San Josemaría será eficaz heraldo a lo largo de su vida: el bautizado es hijo de Dios en Cristo. En efecto, «el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas»[5].
La mirada del hijo de Dios penetra todas las profesiones honestas, ama al mundo nacido bueno de las manos de Dios y abraza a toda la humanidad, en una bella y original evocación. El trabajo nace del amor; la sabiduría es la ciencia del amor; santificar el trabajo es un arte, camino hacia Dios: una colaboración apasionada con Dios, que da sentido a la vida, y por lo tanto seguridad, pues Dios no nos abandona nunca. Cada uno ha de ser maestro de santidad, también con sus miserias, y transmitir la fe con una entrega que deja actuar la brisa suave del Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo.
El centro de toda la historia de la salvación es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: somos su pueblo que, en la Eucaristía, es convocado haciéndose cuerpo de Cristo. En la Misa, la Iglesia ofrece a Cristo, y se ofrece, a la vez se hace Iglesia: Cuerpo de Cristo.
Lo mismo sucede con el Opus Dei que, como le gustaba decir a San Josemaría, es partecica de la Iglesia[6]. El espíritu de la Obra empuja a amar a «servir a la Iglesia, y a todas las criaturas, sin servirse de la Iglesia»[7]. Cada cristiano lleva consigo, por así decir, a toda la Iglesia, a la cohorte celestial y a los santos. Todos los santos, cada uno de ellos, son nuestros, desde el buen ladrón hasta santa Narcisa, mujer ecuatoriana canonizada por Benedicto XVI en octubre de 2008. En los primeros años del Opus Dei, San Josemaría sueña ya con el mundo entero.
El 2 de octubre de 1928, cuando San Josemaría ve la Obra, acaba de celebrar la Santa Misa, para la salvación del mundo. Con el rito penitencial y mediante otras muchas oraciones del Canon, ha manifestado, con toda su pasión de buen sacerdote que busca la voluntad de Dios, el deseo de tener un corazón puro. No sabe todavía que será un apóstol de la santificación de la vida ordinaria, que recordará a tantas almas que han de ofrecer a Dios sacrificios espirituales de agradable olor, unidos al Sacrificio de la Misa, centro y raíz de la vida interior. Se ha hecho presente el Misterio de la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión de Jesucristo, sentado a la diestra del Padre.
En la actualización del misterio pascual, Cristo se ofrece bajo las apariencias del pan y del vino, frutos de la tierra, de la vid, y del trabajo del hombre. El pan ya no es pan, es su Cuerpo; el vino, su Sangre. Jesús está real y sustancialmente presente, como enseñó: Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccáta mundi. El Cielo ha bajado a la tierra, ya se anticipa la liturgia celestial, la cena de las bodas del Cordero, como subraya la forma ordinaria del Rito latino, que añade: Beati qui ad cenam agni vocáti sunt. San Josemaría rezó también entonces aquellas palabras que hoy se encuentran en el Misal del Beato Juan XXIII: Corpus tuum, Dómine, quod sumpsi, et Sanguis, quem potávi, adhaéreat viscéribus meis. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se han hecho íntimos a ese joven sacerdote de veintiséis años, que está a punto de ver el Opus Dei.
Todas las naciones estaban de algún modo en la Misa del fundador, que bien podía afirmar que, en cada Misa, «la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus...»[8]. Toda la creación, pues el cielo y la tierra están llenos de la gloria divina[9 ].
El 2 de octubre de 1928 el Fundador dio gracias a Dios y se puso a trabajar. «Recopilé con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando», escribió. Aunque consideró después, en su humildad, que había tardado en secundar la inspiración divina, San Josemaría trabajó mucho. El Opus Dei fue así el fruto de la iniciativa divina y de la correspondencia humana, una manifestación de que el Espíritu Santo guía y santifica a su Pueblo: como enseña el Concilio Vaticano II[10], Dios ha querido que su Iglesia tomase una renovada conciencia de la llamada universal a la santidad. Este es el núcleo del mensaje que San Josemaría había recibido ya en 1928, y que los fieles del Opus Dei, comprometidos en santificar el mundo desde dentro, buscan difundir con su propia vida.
La fiesta litúrgica de los Santos Ángeles Custodios empezó a celebrarse en España y en Francia en el siglo V. En 1670, el Papa Clemente X la extendió a la Iglesia universal, fijando su celebración en el día 2 de octubre. Que Dios hiciera ver al fundador esta partecica de la Iglesia en la fiesta de los Santos Ángeles, parece como una llamada de la Providencia a no perder nunca el punto de mira sobrenatural: hay muchos ángeles en nuestro camino, nos custodian ejecutando las órdenes del Señor y bendiciéndole siempre, como recuerda la Escritura Santa en textos que, en 1928, se leían en la liturgia de la Misa del 2 de octubre[11].
En este año mariano que el Prelado ha establecido para el Opus Dei, la acción de gracias de sus fieles y de quienes participan en sus apostolados, se dirige a la Virgen María, el primer opus Dei por razón de excelencia, como la llamó el Santo Padre Juan Pablo II, durante una audiencia concedida a Mons. Álvaro del Portillo en los primeros días de su pontificado. Pedimos a nuestra Madre del Cielo que nos haga pequeños, humildes, para llenarnos de Dios.
* * *
[1] San Josemaría, Apuntes íntimos, nn. 306, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 293.
[2] Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París, 12- IX -2008; cfr. Jn 5, 17.
[3] Joseph Ratzinger, El espíritu de la liturgia, Madrid, 2001, p. 218.
[4] San Josemaría, Apuntes íntimos, nn. 217-218, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 380-381.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 26.
[6] Cfr. Pedro Rodríguez, Fernando Ocáriz, José Luis Illanes, El Opus Dei en la Iglesia, Madrid, 2001, p. 22.
[7] San Josemaría, Conversaciones, nn. 47.
[8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89.
[9] Cfr. Misal Romano, Sanctus.
[10] Cfr. Constitución Dogmática Lumen Gentium, n. 11.
[11] Cfr. Ex 23, 20-23; Sal 91 (90), 11-12; 103 (102), 20-21.
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