Almudi.org. Constancia
Ahora que el fracaso escolar es tan grande, nos puede servir las
palabras que se recogen en el libro “Siempre alegres para hacer felices a los
demás”, de Jesús Urteaga, provenientes de un personaje norteamericano que
cuenta con muchos fracasos en su infancia: “no podré olvidar jamás tres
palabras de mi padre que cambiaron mi vida. Las dijo en un tranvía, entre dos
campanadas del conductor. Tres palabras para ayudar y alentar a un chico”. Su
padre...
Almudi.org. Constancia
Ahora que el fracaso escolar es tan grande, nos puede servir las
palabras que se recogen en el libro “Siempre alegres para hacer felices a los
demás”, de Jesús Urteaga, provenientes de un personaje norteamericano que
cuenta con muchos fracasos en su infancia: “no podré olvidar jamás tres
palabras de mi padre que cambiaron mi vida. Las dijo en un tranvía, entre dos
campanadas del conductor. Tres palabras para ayudar y alentar a un chico”. Su
padre era herrero, y trabajaba en una cochera de tranvías de Boston. El chico
tenía entonces 17 años, y el resultado de los exámenes trimestrales fue
catastrófico: “desilusionado con los resultados de mis exámenes, el padre
director había concertado a toda prisa una entrevista con mi padre. La cita tenía
que ser a última hora. Las luces de las calles estaban encendidas antes de que
regresara a casa. Mi padre trabajaba diez horas diarias.
Recuerdo muy bien aquella noche fatídica. Cincuenta y tres años después
puedo recordar perfectamente lo que ocurrió. A las ocho de la noche estábamos
en el Seminario. Yo me temía lo peor y así fue. El rector le dijo a mi padre:
‘después de todo, Dios llama a sus hijos por caminos muy distintos, son pocos
los llamados a la vida intelectual, y menos todavía los que alcanzan la vida
sacerdotal; porque, no lo he dicho todavía, yo quería ser sacerdote.
Mi padre trató de defenderme por el fracaso de los exámenes, pero el
rector le cortó en seco: ‘no debe usted aflijirse. San José era carpintero.
Dios encontrará trabajo para ese hijo suyo’. Nos despedimos. No había nada
que hacer. Estaba claro que me expulsaban del colegio.
Como si fuera ayer, recuerdo aquella noche fría, oscura, húmeda.
Fuimos a casa en silencio, cada uno dando vueltas a sus propios pensamientos.
Los míos eran tristes. Al fin, demostrando indiferencia como suelen hacer los
chicos, dije: ‘que se queden con su título. Conseguiré un empleo y te ayudaré
en el trabajo, padre’.
Mi padre puso su mano sobre mi hombro y me dijo estas pocas palabras,
que hoy las escribo por si pueden alentar a otros: ‘sigue adelante, hijo’. Y
yo seguí. Y a continuación iba la firma del que tenía ya setenta años
cumplidos y que a los 17 expulsaron del colegio, porque no valía para estudiar
para sacerdote. La firma decía: “Richard, Cardenal Cushing. Arzobispo de
Boston”.
San Juan Bautista María Vianney también iba a dejar sus estudios para
sacerdote, se desanimó porque no conseguía aprender latín, y el rector del
seminario le recordó que había comenzado el camino vocacional porque soñaba
con salvar muchas almas, y -le dijo para animarle-: “piensa que si te vas, adiós
almas”, y él se quedó. Y es el patrón de los sacerdotes (aunque latín
nunca supo mucho).
La perseverancia puede ser difícil a veces. Por ejemplo, los
estudiantes a principios de año comienzan con "buenos propósitos",
reflexiones sobre mejorar en nuestras virtudes y quitar defectos, tomar
resoluciones firmes, cambiar. Todos hacemos propósitos, como hacer gimnasia o
seguir una dieta o dejar de fumar... y ni siquiera un par de semanas pasan a
veces, antes de que se olviden. La perseverancia es hermana de la fortaleza,
para continuar por encima de las dificultades, más allá de las flaquezas o desánimos.
Puede ser una verdadera lucha, tanto en los estudios como mucho más luego,
cuando ya en el trabajo les toca a algunos un jefe con neuras o paranoias, o una
novia o un novio absorbentes, o un marido o esposa celosos de cualquier relación
humana que tenga su cónyuge, o tantas cosas que pueden hacernos romper los
nervios, y muchos momentos de la vida difíciles.... pequeñas crisis o grandes
huracanes, que nos muestran la cara oculta de esta vida que es hermosa, pero
también es lucha; y si somos como un churro se nos lleva la corriente como un
barquillo de papel, la menor llovizna nos hunde irremediablemente.
Hace falta la fortaleza, y la perseverancia, ese esfuerzo continuado,
es muy importante en la formación de una persona, para no ser inconstantes.
Recuerdo que en un colegio se ofrecía siempre algún niño para levantar unas
persianas metálicas, con unas manivelas, era una tarea lenta, subían poco a
poco; comenzaban ilusionados ante la mirada del profesor, pero si éste dejaba
de mirarles e iba un momento a otro sitio, al volver podían estar las manivelas
en el sitio de antes pero ya sin niños: necesitaban alguien que les mirara,
para sentirse útiles, si no se cansaban, volvían a sus juegos. Algunos parecen
eternos niños, que se cansan de los proyectos que comienzan y cambian de rumbo
constantemente; necesitan la gratificación inmediata, y no saben trabajar como
en las tareas de campo, que el fruto llega después de mucho tiempo, sin que
desfallezca la ilusión se van realizando los trabajos de arado y siembra...,
mientras se sueña con la esperanza de recolectar. El valor de la perseverancia
es muy necesario en un mundo cambiante, y da como fruto el gozo de poseer lo que
aspirábamos, que a veces no llega sino al cabo del tiempo, pero disfrutamos en
el camino por la esperanza de tenerlo, y mientras va madurando el carácter, con
la estabilidad emocional, la confianza en uno mismo. El que persevera alcanza.
Llucià
Pou i Sabaté