Homilía del papa Francisco en Santa Marta
La primera lectura (2S 6,12b-15.17-19) cuenta la fiesta de David y de todo el pueblo de Israel por la vuelta del Arca de la Alianza a Jerusalén. El Arca había sido robada, y su regreso es una alegría grande para todo el pueblo, porque siente que Dios está cerca y lo celebran. Y el rey David también va, se pone en cabeza de la procesión, hace un sacrificio inmolando un toro y un animal cebado, y con el pueblo grita, canta y baila con todas sus fuerzas. Era una fiesta: la alegría del pueblo de Dios porque Dios estaba con ellos. ¿Y David? Baila. Baila delante del pueblo, expresa su alegría sin vergüenza; es la alegría espiritual del encuentro con el Señor: Dios ha vuelto a nosotros, y esto nos da tanta alegría. David no piensa que es el rey y que el rey debe estar despegado de la gente —“su majestad”—, distante… David ama al Señor, es feliz por este acto de llevar el arca del Señor. Expresa esa felicidad, esa alegría, bailando y cantando como todo el pueblo.
También a nosotros nos puede pasar esto cuando estamos con el Señor y, quizá en la parroquia o en el pueblo, la gente hace fiesta. Hay otro episodio de la historia de Israel, cuando fue recuperado el libro de la ley en tiempos de Nehemías y también entonces el pueblo lloraba de alegría (cfr. Ne 8,9).
El texto del profeta Samuel sigue describiendo la vuelta de David a su casa donde encontró a su mujer, la hija de Saúl. Pero ella lo recibe con desprecio. Viendo al rey bailar se había avergonzado de él y le regaña diciéndole: “Te has deshonrado bailando como un vulgar, como uno del pueblo”. Es el desprecio a la religiosidad genuina, a la espontaneidad de la alegría con el Señor. Y David le explica: “Pero si era motivo de alegría, la alegría del Señor, porque hemos traído el Arca a casa”. Pero ella lo desprecia. Y dice la Biblia que esta mujer –se llamaba Mical– no tuvo hijos por eso. El Señor la castigó. Cuando falta la alegría en un cristiano, ese cristiano no es fecundo; cuando falta la alegría en nuestro corazón, no hay fecundidad.
Además, la fiesta no se expresa solo espiritualmente, sino que se comparte también materialmente. David, aquel día, después de la bendición, distribuyó “una hogaza de pan, un pedazo de carne y una torta de pasas”, para que cada uno lo celebrase en su casa. La Palabra de Dios no se avergüenza de la fiesta. Es verdad que a veces el peligro de la alegría es pasarse más de la cuenta y creer que eso es todo. No: esto es el aire de fiesta. San Pablo VI, en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, habla de este aspecto y anima a la alegría (cfr. nn. 1 y 80). La Iglesia no irá adelante, el Evangelio no saldrá adelante con evangelizadores aburridos, amargados. No. Solo podrá avanzar con evangelizadores alegres, llenos de vida. La alegría al recibir la Palabra de Dios, la alegría de ser cristianos, la alegría de ir adelante, la capacidad de celebrar sin avergonzarse y no ser como esa mujer, Mical, cristianos formales, cristianos prisioneros de las formalidades.