Homilía del Papa en Santa Marta
La Primera Lectura del Libro del profeta Isaías (Is 40,1-11) es una invitación al consuelo: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios”, porque “está pagado su crimen”. Se trata, pues, del consuelo de la salvación, de la buena noticia de que hemos sido salvados. Cristo Resucitado, en aquellos cuarenta días, con sus discípulos hace precisamente eso: consolar. Pero nosotros no queremos correr riesgos y ponemos resistencia al consuelo como si estuviésemos más seguros en las aguas turbulentas de los problemas. Apostamos por la desolación, por los problemas, por la derrota, mientras que el Señor trabaja con tanta fuerza pero encuentra resistencia. Hasta se ve con los discípulos la mañana de Pascua: “pues yo quiero tocar y asegurarme bien”. Eso porque se tiene miedo de otra derrota.
Estamos apegados a ese pesimismo espiritual. Cuando en las Audiencias los padres me acercan a sus bebés para que los bendiga, algunos niños me ven y gritan, comienzan a llorar, porque, viéndome vestido de blanco, piensan en el médico y en las enfermeras, que le han puesto inyecciones para las vacunas y piensan: “¡No, otra no!”. También nosotros somos un poco así, pero el Señor dice: “Consolad, consolad a mi pueblo”. ¿Y cómo consuela el Señor? Con la ternura. Es un lenguaje que no conocen los profetas de desventuras: la ternura. Es una palabra borrada de todos los vicios que nos alejan del Señor: vicios clericales, vicios de los cristianos que no quieren moverse, tibios… La ternura da miedo. “Mirad, viene con él su salario y su recompensa lo precede”, así acaba el texto de Isaías. “Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían”. Ese es el modo de consolar del Señor: con la ternura. La ternura consuela. Las madres, cuando el niño llora, lo acaricia y lo tranquilizan con ternura: una palabra que el mundo de hoy, de hecho, borra del diccionario. Ternura.
El Señor invita a dejarse consolar por Él y eso ayuda también en la preparación a la Navidad. Y hoy, en la oración colecta hemos pedido la gracia de un sincero gozo, de esa alegría sencilla pero sincera. Es más, yo diría que el estado habitual del cristiano debe ser el consuelo. También en los momentos malos: los mártires entraban en el Coliseo cantando; los mártires de hoy –pienso en los valientes trabajadores coptos en la playa de Libia, degollados– morían diciendo “¡Jesús, Jesús!”: hay un consuelo dentro; una alegría incluso en el momento del martirio. El estado habitual del cristiano debe ser el consuelo, que no es lo mismo que el optimismo, no: el optimismo es otra cosa. Pero el consuelo, esa base positiva… Se habla de personas luminosas, positivas: la positividad, la luminosidad del cristiano es el consuelo.
En los momentos en que se sufre, no se siente el consuelo, pero un cristiano no puede perder la paz porque es un don del Señor que la da a todos, hasta en los momentos más malos. Pidamos al Señor en este tiempo de preparación a la Navidad no tener miedo y dejarnos consolar por Él. Que me prepare a la Navidad al menos con la paz: la paz del corazón, la paz de tu presencia, la paz que dan tus caricias. “Pero soy tan pecador…”. –Sí, pero ¿qué nos dice el Evangelio de hoy? (Mt 18,12-14) Que el Señor consuela como el pastor, y si pierde uno de los suyos va a buscarlo, como aquel hombre que tiene cien ovejas y pierde una: va a buscarla. Así hace el Señor con cada uno de nosotros. “No quiero la paz, me resisto a la paz, me resisto al consuelo…”, pero Él está a la puerta. Y llama para que le abramos el corazón y dejarnos consolar y darnos la paz. Y lo hace con suavidad: llama con las caricias.