(Jos 5,9a.10-12) "Hoy os he despojado del oprobio de Egipto"
(2 Cor 5,17-21) "Os pedimos que os reconciliéis con Cristo"
(Lc 15,1-3.11-32) "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo"
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la Parroquia de San Ignacio de Antioquía, en Roma (16-III-1980)
--- Necesidad de la confesión
--- Itinerario del Hijo pródigo
--- La misericordia de Dios
--- Necesidad de la confesión
Si somos verdaderamente discípulos y confesores de Cristo, que ha reconciliado al hombre con Dios, no podemos vivir sin buscar, por nuestra parte, esta reconciliación interior. No podemos permanecer en el pecado y no esforzarnos para encontrar el camino que llega a la casa del Padre, que siempre está esperando nuestro retorno.
En el curso de la Cuaresma, la Iglesia nos llama a la búsqueda de este camino: “Por Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios” (2 Cor 5,20). Sólo reconciliándonos con Dios en nombre de Cristo, podemos gustar “qué bueno es el Señor” (Sal 33(34),9), comprobándolo, por decirlo así, experimentalmente.
No hablan de la severidad de Dios los confesonarios esparcidos por el mundo, en los cuales los hombres manifiestan los propios pecados, sino más bien de su bondad misericordiosa. Y cuantos se acercan al confesionario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia, que fuera de la confesión no podrán encontrar en otra parte. Efectivamente, nadie tiene el poder de librarnos de nuestros pecados, sino solo Dios. Y el hombre que consigue esta remisión, recibe la gracia de una vida nueva del espíritu, que sólo Dios puede concederle en su infinita bondad. “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias” (Sal 33(34),7).
Por medio de la parábola del hijo pródigo, el Señor ha querido grabar y profundizar esta verdad, espléndida y riquísima, no sólo en nuestro entendimiento, sino también en nuestra imaginación, en nuestro corazón y en nuestra conciencia. Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos fundamentales de la propia historia personal. Son tres los momentos claves de la historia de este hijo, con el que se identifica, en cierto sentido, cada uno de nosotros, cuando se da al pecado.
--- Itinerario del Hijo pródigo
Primer momento: el alejamiento. Nos alejamos de Dios, como se había alejado ese hijo del Padre, cuando empezamos a comportarnos respecto a cada uno de los bienes que hay en nosotros, tal como él hizo con la parte de los bienes recibidos en herencia. Olvidamos que ese bien nos lo ha dado Dios como deber, como talento evangélico. Al operar con él, debemos multiplicar nuestra herencia, y, de este modo, dar gloria a Aquel de quien la hemos recibido. Por desgracia, nos comportamos, a veces, como si ese bien que hay en nosotros, el bien del alma y del cuerpo, las capacidades, las facultades, las fuerzas, fuesen de nuestra propiedad exclusiva, de la que podemos servirnos y abusar de cualquier manera, derrochándola y disipándola.
Efectivamente, el pecado es siempre un derroche de nuestra humanidad, el derroche de nuestros valores más preciosos. Esta es la auténtica realidad, aun cuando pueda parecer a veces, que precisamente el pecado nos permite conseguir éxitos. El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia.
El segundo momento en nuestra parábola es el del retorno a la recta razón y del proceso de conversión. El hombre debe encontrar de nuevo dolorosamente lo que ha perdido, aquello de que se ha privado al cometer el pecado, al vivir en el pecado, para que madure en él ese paso decisivo: “Me levantaré e iré a mi Padre” (Lc 15,18). Debe ver de nuevo el rostro de ese Padre, al que ha vuelto las espaldas y con quien ha roto los puentes para poder pecar “libremente”, para poder derrochar “libremente” los bienes recibidos. Debe encontrarse con el rostro del Padre, dándose cuenta, como el joven de la parábola, de haber perdido la dignidad de hijo, de no merecer acogida alguna en la casa paterna. Al mismo tiempo, deberá desear ardientemente retornar. La certeza de la bondad y del amor que pertenecen a la esencia de la paternidad de Dios, deberá conseguir en él la victoria sobre la conciencia de la culpa y de la propia dignidad. Más aún, esta certeza deberá presentarse como el único camino de salida, para emprenderlo con ánimo y confianza.
Finalmente el tercer momento: el retorno. El retorno se desarrollará como habla Cristo de él en la parábola. El Padre espera y olvida todo el mal que el hijo ha cometido, y no tiene en consideración todo el derroche de que es culpable el hijo. Para el Padre sólo hay una cosa importante: que el hijo ha sido encontrado; que no ha perdido hasta el fondo la propia humanidad; que, a pesar de todo, vuelva con el propósito de vivir de nuevo como hijo, precisamente en virtud de la conciencia adquirida de la indignidad y de la culpa.
“Padre, he pecado..., no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15,21).
--- La misericordia de Dios
La Cuaresma es el tiempo de una espera especialmente amorosa de nuestro Padre en relación con cada uno de nosotros, que, aun cuando sea el más pródigo de los hijos, se haga, sin embargo, consciente de la dilapidación perpetrada, llame por su nombre al propio pecado, y finalmente se dirija hacia Dios con plena sinceridad.
Este hombre debe llegar a la casa del Padre. El camino que allí conduce, pasa a través del examen de conciencia, el arrepentimiento y el propósito de la enmienda. Como en la parábola del hijo pródigo, estas son las etapas de la conversión. Cuando el hombre supere en sí mismo, en lo íntimo de su humanidad, todas estas etapas, nacerá en él la necesidad de la confesión. Esta necesidad quizá lucha en lo vivo del alma con la vergüenza, pero cuando la conversión es verdadera y auténtica, la necesidad vence a la vergüenza: la necesidad de la confesión, de la liberación de los pecados es más fuerte. Los confesamos a Dios mismo, aunque en el confesionario los escucha el hombre-sacerdote. Este hombre es el humilde y fiel servidor de ese gran misterio que se ha realizado entre el hijo que retorna y el Padre.
En el período de Cuaresma esperan los confesonarios: esperan los confesores; espera el Padre. Podríamos decir que se trata de un período de especial solicitud de Dios para perdonar y absolver los pecados: el tiempo de la reconciliación.
Nuestra reconciliación con Dios, el retorno a la casa de Padre, se realiza mediante Cristo. Su pasión y muerte en la cruz se colocan entre cada uno de los pecados humanos, y el infinito amor del Padre. Este amor, pronto a aliviar y perdonar, no es otra cosa que la misericordia. Cada uno de nosotros en la conversión personal, en el arrepentimiento, en el firme propósito de la enmienda, finalmente en la confesión, acepta realizar una personal fatiga espiritual, que es prolongación y reverbero lejano de esa fatiga salvífica, que emprendió nuestro Redentor. He aquí cómo se expresa el Apóstol de la reconciliación con Dios: “A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios” (2 Cor 5,21). Por lo tanto, emprendamos nuestros esfuerzos de conversión y de penitencia por Él, con Él y en Él. Si no lo emprendemos, no somos dignos del nombre de Cristo, no somos dignos de la herencia de la redención.
“El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo. Mas todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación” (2 Cor. 5,17-18).
Que este amor (el amor de Cristo) haga brotar en nuestros corazones la misma confianza profunda que brotó en el corazón del hijo de la parábola de hoy: “Me levantaré e iré a mi Padre y le diré: Padre he pecado”.
DP-72 1980
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Acabamos de escuchar uno de esos relatos evangélicos que nos hablan de la benevolencia de Dios con sus hijos y son como un bálsamo para el corazón dolido por el vergonzoso comportamiento con nuestro Dios. Uno de esos relatos que, una vez oído, ya no se pueden olvidar y que deben ser considerados a solas muchas veces porque su riqueza espiritual es inmensa.
Detengamos la mirada en el Padre que Jesús nos ha revelado. "Cuando todavía estaba lejos (el hijo menor), su padre lo vio". "El padre esperaba al hijo, estaba ansioso por él. No sólo le perdona su cruel insistencia en reclamarle derechos: "Dame la parte de la herencia que me corresponde". Sino que lo ama hasta el extremo de quererlo a su lado de nuevo. Cuando, por fin, el hijo aparece en el horizonte, de ningún modo piensa en castigarle... Se diría que no le interesa la sumisión del hijo perdido ni su autoacusación y humillación que podrían parecer obligadas por razones de pedagogía y orden. Al contrario, corre a su encuentro, se le echa al cuello y le besa. Le hace ponerse el traje mejor, un anillo en el dedo y calzado en los pies; y ordenan que maten el ternero cebado a fin de celebrar la fiesta. El Padre es así; así nos lo muestra Jesús. Para cada uno de nosotros es el Tú que siempre espera y siempre está dispuesto a abrirnos sus brazos de Padre, sea lo que fuere lo sucedido" (Juan Pablo II).
La alegría del Padre por el retorno del hijo menor nos humedece los ojos. Pero, ¿y el comportamiento con el mayor, no es conmovedor también? Al volver de su trabajo y ver la fiesta, el banquete, la música, por el regreso de su hermano se irrita y no quiere participar en la fiesta. Piensa, tal vez, que su fidelidad no ha sido valorada y es víctima de un agravio comparativo y critica a su padre de modo insolente. Con una ternura inmensa se dirige también a él el Padre: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado" ¡Deberías alegrarte! ¡Qué distinto es Dios de nosotros! Si el corazón tiene razones que la mente no comprende, decía Pascal, ¿no sentimos latir aquí el Corazón de Dios? Es un alivio ver que el Padre no se incomoda con estos dos hijos en quienes estamos retratados todos, sino que razona con el mayor cuando no entiende el sacrificio que el servicio de Dios comporta y perdona al menor sus locuras.
Somos gente intensamente querida, amadas con esa verdad con la que sólo el Absoluto puede hacerlo. Vigilemos para que este amor tan desproporcionado como gratuito no se convierta en pasaporte para la impunidad. ¡Cuánta gente que tranquiliza su conciencia diciéndose frívolamente: Dios es muy bueno! Dios es Padre. La Sagrada Escritura desenmascara esta indulgencia desordenada así: "Si yo soy vuestro Padre, ¿donde está mi honra?, y si soy el Señor, ¿donde está el honor que me debéis?" (Mal 1,6). Recordemos que en el hijo menor la experiencia de la bondad del Padre coincide con el conocimiento de sí mismo, el arrepentimiento y la conversión. Preparémonos a la Pascua que se avecina con una sincera Confesión.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti»
I. LA PALABRA DE DIOS
Jos 5, 9a. 10-12: El pueblo de Dios celebra la Pascua al entrar en la tierra prometida
Sal 33, 2-3.4-5.6-7: Gustad y ved qué bueno es el Señor
2 Co 5, 17-21: Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo
Lc 15, 1-3. 11-32: Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido
II. LA FE DE LA IGLESIA
«Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores"... Les invita a la conversión» (545).
«... la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón... Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado» (1848).
«Perdona nuestras ofensas... aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de apartarnos de Dios... Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que afirmamos, al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia» (2839).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados; si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que El ha hecho... Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la luz (S. Agustín)» (1458).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
La misericordia y la alegría de Dios Padre son los dos rasgos más destacados por S. Lucas en las parábolas del perdón.
A las ideas judías de justicia y pecado, obediencia o desobediencia a las órdenes del Padre (vers. 29), muy presentes en el hijo mayor de la parábola, Jesús opone otro modo de ver las relaciones del hombre con Dios: la rectitud consiste en comportarse como hijo y el pecado en dejar de proceder como tal, por esto, el hijo menor se aleja del Padre y de su casa. Esto equivale a morir y el retorno a vivir (vers. 24 y 32).
El pródigo recupera los privilegios del hijo: «el mejor traje» (más exactamente «el primer traje»); el anillo y las sandalias, propios de los hombres libres y se le festeja con el ternero cebado, reservado para las grandes ocasiones.
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
La realidad del pecado y su proliferación: 386-387; 1865-1869.
La necesidad de un sacramento del perdón: 979-983.
La respuesta:
La penitencia del corazón: 1430-1433.
La confesión de los pecados: 1455-1458.
Las obras de satisfacción: 1459-1460.
C. Otras sugerencias
El perdón de Dios no alcanza al hombre, mientra éste no se vuelva a El, mientras no se convierta, porque Dios no puede menos de respetar la libertad de la criatura. Esta retorna por la decisión del corazón, bajo la gracia del Dios que espera y llama al sacramento de la penitencia y del perdón.
«El cristiano que quiere purificarse de su pecado... no está solo... En la comunión de los santos... la santidad de uno aprovecha a los otros, más allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los demás». Esta es la base de las Indulgencias, que completan el sacramento de la penitencia y cuya práctica se debe recuperar (cf 1474).
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